El reino visigodo ha constituido desde
siempre una de las cuestiones historiográficas con más carga no sólo simbólica,
también y principalmente ideológica. ¿Por qué un período relativamente breve de
la historia de España y tan lejano en el tiempo ha sido objeto de tanto debate?
El reino visigodo ha interesado tanto al
Antiguo Régimen, pues le convenía presentarse como heredero de la primera
monarquía española –manejamos aquí conceptos que deberán matizarse–, como al
Estado liberal que a partir del siglo
XIX pretendió dar forma a un nuevo concepto de nación.
Nos encontramos de nuevo con algo ya
conocido en el estudio de la Historia: propósitos antagónicos ante un mismo
objeto de estudio. Detractores o defensores del si puede hablarse de España
como un todo, y cómo, y desde cuándo, han estudiado con mayor o menor honradez
aquel período, para muchos idílico, en el que supuestamente se sentaron las
bases de lo que actualmente conocemos como España.
Compartirá conmigo el amable lector que
el trabajo de los historiadores constituye una de las disciplinas humanísticas
más polémicas que existen. La Historia como tal es objetiva, los hechos son los
hechos; por el contrario, la narración o la presentación de la Historia, lo que
en definitiva hacen los historiadores, no es en modo alguno algo neutral. Hay
quienes reducen la Historia a cronología,
para mostrarse objetivos, para no emitir juicios de valor ni elaborar hipótesis
que hagan peligrar quién sabe qué intereses e ideas, pero el resultado es un
inmenso empobrecimiento de tan noble disciplina y un engaño no menos grande al
lector. En el otro extremo, hay quienes idealizan tanto la Historia que la
convierten prácticamente en mitología;
idealismo con frecuencia nada inocente, sino mero disfraz para disimular
deshonestos intereses o justificar determinadas posiciones ideológicas sin
argumentos convincentes.
Entre los dos extremos viciosos,
siguiendo la máxima aristotélica, se haya el medio virtuoso: el esfuerzo
honesto, más o menos logrado pero decente, por intentar narrar junto al suceso
las causas que lo provocaron y las consecuencias que de él se derivaron. Ahí es
donde la Historia ejerce como maestra. Magisterio que sirve para conocer y
comprender lo ocurrido, no para evitar que se repitan errores ni para
reproducir éxitos pasados. La Historia es lineal, no circular. La Historia
nunca se repite; en todo caso lo que se mantiene, la constante es el ser
humano, con sus virtudes y sus defectos.
Pero volvamos a la cuestión que nos
ocupa. La época visigoda ha sido objeto de polémicas entre las diferentes
escuelas historiográficas. Así, en la Restauración, liberales y conservadores
–a pesar de las profundas diferencias de fondo que mantenían, les unía un
profundo sentimiento patriótico– destacarán la gran aportación visigótica a la
construcción de la identidad nacional. Las tesis y desarrollos goticistas desembocarán en la
construcción de numerosos mitos, símbolos y tradiciones que aún nutren el
imaginario popular.
Seguidamente, por influjo del
historicismo –en cualquiera de sus dos versiones principales, la jurídica y la
eclesiástica– se fue transformando el modo de afrontar la cuestión, si bien
siempre se mantuvo el eje principal: el origen visigodo del concepto de unidad
nacional.
Ortega y Gasset ofreció más tarde un
punto de vista original. En su obra España invertebrada afirmará:
Casi
todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas
españolas son ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones,
no sólo falsas, sino intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las
grandes rémoras que impiden el mejoramiento de nuestra vida.
Sin negar la aportación visigoda a la
historia de España como elemento singularizador –como lo fueron los francos en
Francia–, Ortega negaba cualquier contribución positiva de los visigodos a la
construcción nacional, pues fallaron en lo que él consideraba un aspecto
fundamental, sentar las bases del feudalismo, sobre lo que, afirmaba, se
fundaron el resto de naciones europeas. Éste fue para Ortega el gran fracaso
visigodo; la primera gran desgracia de nuestra Historia, causa de todas las
demás.
Las tesis de Ortega encontrarían eco en
la historiografía española únicamente en el aspecto metodológico, no en el
interpretativo.
Tras la guerra civil, la cuestión
visigoda le vino como anillo al dedo al régimen franquista, que presentó aquel
reino como referente de su Estado centralizado y confesional y alimentó los
mitos, símbolos y tradiciones moldeados durante el s. XIX. Se produjo un
verdadero auge de los estudios visigóticos, en todos los ámbitos: arqueológico,
historiográfico, filológico, eclesiástico, patrístico, etc. Andando el tiempo,
esta eclosión dio frutos que favorecieron un cambio en la comprensión de lo que
realmente fue y supuso la etapa visigoda.
El estudio en profundidad de las fuentes
y el desarrollo del conocimiento de casos históricos similares en el resto de
Europa fueron desmitificando el idílico
reino visigodo, mostrando que quizás no siempre hubo unidad política –los
nacionalistas siguen escarbando aquí, para ver si así logran demostrar que sus terruños
eran entes nacionales anteriores e independientes al Estado español– y que no
es tan fácil hablar de unidad social, explicando cómo convivieron y hasta qué
punto se homogeneizaron las dos etnias fundamentales que poblaban el reino: la
de los invasores germánicos y la de los invadidos hispano-romanos (resultan,
por cierto, muy interesantes los recientes estudios sobre las invasiones
bárbaras, sus protagonistas, el origen de los diferentes pueblos que las
componían, sus grados de romanización, etc).
Sólo a través del estudio del período
visigodo, de su origen, sus instituciones, sus personajes más destacados, sus
aportaciones en los ámbitos jurídico, cultural y teológico; de sus éxitos
políticos y de las deficiencias que condujeron a su traumático final, nos
haremos una idea de por qué, trece siglos después, aquellos hombres pueden
seguir ayudándonos a comprender quiénes somos.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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