Desde el momento en que, por ley imperial
constantiniana, fue reconocido a la Iglesia el derecho de poseer, recibir y
heredar cualquier tipo de bienes (Código Teodosiano XVI, 2, 4), Roma fue
haciendo acopio de un notable conjunto de posesiones y propiedades.
El mismo Constantino fue uno de los
primeros en donar a la sede apostólica diversos bienes, principalmente
inmuebles –no consideramos aquí, por su carácter apócrifo, la denominada
Donación de Constantino–. A las donaciones de éste y otros emperadores se
unieron las de numerosos fieles, con lo que se produjo un paulatino crecimiento
de los haberes y las posesiones del Romano Pontífice, que con el paso del
tiempo pasaron a denominarse Patrimonio de San Pedro.
De este modo, el obispo de Roma se
convirtió primero en un gran terrateniente, luego en una autoridad civil de
enorme influjo social y finalmente en un verdadero soberano. El proceso de
incremento patrimonial siguió la práctica legal romana relativa al patrimonium
principis. Éste, durante el Imperio, constituía el patrimonio privado del que
el emperador podía disponer a su arbitrio, y que se iba acrecentando por medio
de herencias, compras o confiscaciones. Así, a partir del siglo VI formaban
parte del mismo numerosas posesiones, tanto en la península italiana como en
zonas de Sicilia, Córcega, Cerdeña, el norte de África, Galia, Dalmacia y
partes de Oriente.
El papa Gregorio Magno (590-604), que
antes de ocupar la cátedra de san Pedro había sido prefecto de la ciudad de
Roma, desarrolló una audaz política administrativa y dotó de una eficaz
organización a los diversos territorios del patrimonio pontificio. Los
beneficios económicos resultantes sirvieron no sólo para mantener la necesaria
administración pontificia, sino para realizar múltiples obras de carácter
social y asistencial.
La atención al patrimonio papal se vio
continuamente obstaculizada por los continuos conflictos entre las dos
potencias que dominaban la península italiana en aquel período: el imperio
bizantino y el reino longobardo. El papado, especialmente a partir de finales
del siglo VI, constituyó una fuerza moral de primer orden. Y, en un tiempo en
el que no existía tanto escrúpulo como en la actualidad a la hora de establecer
los límites entre lo espiritual y lo temporal, se fue igualmente convirtiendo
en un importante actor político.
El Papa, en efecto, se podía permitir la
libertad de hablar a todos, y hacerlo con autoridad, sin necesidad de atender a
las divisiones geográficas y políticas de los diferentes reinos que se habían
ido creando tras la caída de Roma. A pesar de carecer de una entidad nacional
propia, independiente, territorialmente se hallaba bajo la jurisdicción de
Bizancio, pero nunca se le consideró súbdito del emperador. Es cierto que era
súbdito, puesto que no hay más opción que ser súbdito o soberano, y en el
Imperio no había más soberano que el emperador; pero en la práctica el
emperador no podía elegir o nombrar al Papa, sino que se limitaba a ratificar,
con mayor o menor gusto, la elección efectuada en Roma por los propios romanos.
La autoridad pontificia no provenía por tanto de una encomienda del emperador,
sino que surgía en modo independiente, apoyada en el prestigio de ser el
sucesor del primero de los apóstoles.
Los conflictos permanentes entre
longobardos y bizantinos provocaron no poca inestabilidad política y social en
Italia, lo que afectaba directamente a la gestión patrimonial pontificia. Las
diferentes campañas militares tenían frecuentemente como punto de mira ciudades
o territorios pertenecientes al patrimonio pontificio, en continua expansión.
Administrar dichas posesiones se hacía cada vez más complicado. A mediados del
siglo VIII los longobardos, tras conquistar Rávena, capital del exarcado
bizantino en Italia, amenazaron con atacar Roma. El Papa, Esteban II (752-757),
no pudiendo esperar ayuda eficaz de la cada vez más debilitada Bizancio,
preocupada sobre todo por contener la amenaza árabe, que presionaba en las
fronteras orientales del Imperio, puso su esperanza en el reino franco. El
mismo Esteban II cruzó los Alpes y se presentó ante Pipino el Breve para
solicitar su protección.
El rey franco tenía sobrados motivos para
atender la petición papal. Se movió en su favor no sólo por intereses
políticos, también por una veneración sincera y devota a la memoria del
príncipe de los apóstoles, a lo que habría que añadir el agradecimiento
personal, pues fue el papa Zacarías, predecesor de Esteban II, quien avaló su
ascensión al trono luego de que depusiera a Quilderico III, último rey de la
dinastía merovingia. Pipino, por tanto, no sólo juró proteger a Esteban II,
sino que selló con él un primer pacto, la llamada Donación de Quiercy, por el
que se comprometía a entregar a la sede romana los territorios imperiales
italianos que habían sido ocupados por los longobardos. Pipino prometía algo
que aún no poseía, por lo que tuvo que afrontar diversas campañas militares
para hacer que los longobardos se replegaran hasta los límites de lo que había
sido su reino antes de que comenzaran a expandirse por Italia a costa de los
bizantinos. Derrotados los longobardos y recuperados los referidos territorios,
Pipino cumplió su promesa y no los restituyó a su anterior dueño, Bizancio,
sino que los entregó al Papa.
Esteban II había logrado mucho más de lo
que pretendía cuando vio llegar la amenaza longobarda. No sólo evitó que Roma
fuera conquistada, sino que vio incrementado el patrimonio pontificio con un
amplio conjunto de territorios, sobre los que podría ejercer una verdadera
autoridad política e institucional bajo el amparo y la protección del reino
franco.
Estos territorios, una franja que partía
por la mitad la península italiana, desde las costas del Tirreno hasta las del
Adriático, constituyeron el núcleo inicial de los Estados Pontificios y
consolidaron el poder temporal del papado. De una autoridad importante e
indiscutible, pero moral, se pasó a una autoridad política plena, real y
efectiva.
Así nació uno de los Estados europeos con
más solera. Perduraría once siglos, hasta la conquista de Roma por parte de las
tropas del recién creado reino de Italia, el 20 de septiembre de 1870.
Renacería, con nombre y territorios bien diferentes, el 11 de febrero de 1929.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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