Las noticias que nos ofrecen los
Evangelios acerca de los últimos acontecimientos de la vida de Jesús distan
mucho de ser una crónica histórica. La finalidad de los autores sagrados no fue
transcribir unas actas, sino transmitir fielmente el contenido del mensaje de
su Maestro.
El Concilio Vaticano II, en la
constitución dogmática sobre la divina revelación, Dei
Verbum, lo explica con claridad: "Hay que confesar que los libros
de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que
Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación" (n.
11). Las tres últimas palabras nos dan la clave; no podremos pretender buscar
en la Escritura otro tipo de verdad, ya sea histórica o científica, que supere
esos límites, los que afectan a nuestra salvación.
De esto no se deduce que no podamos
indagar en ella para averiguar qué es lo realmente sucedió en tal o cual
momento de la vida de Jesús; al contrario, deberemos estudiar con atención el
texto, el vocabulario, el género literario empleado, el marco histórico del
propio texto y del hecho a que se refiera, pero no para intentar demostrar
científicamente nada, sino para saber lo que realmente Dios ha querido revelar
a quienes creen en Él. Dicho lo cual, se debe subrayar que la Escritura no
carece de una base histórica; al contrario: es en la misma Historia en la que
se desarrolla el diálogo entre Dios y los hombres.
Estos días de la Semana Santa pueden
considerarse desde dos puntos de vista, cuando menos. Para recordar una serie
de acontecimientos históricos: la pasión, muerte y resurrección de Jesús de
Nazaret, o –si se es cristiano– para actualizar las bases de la fe. Como quiera
que sea, un acercamiento serio al origen de estas celebraciones suscita una
serie de interrogantes que es necesario afrontar.
Comenzando por el final –que en este caso
constituye la base de todo lo demás–, alguien podrá objetar, con razón, que la
Resurrección no es un acontecimiento histórico sino un concepto religioso o
teológico. Si consideramos que histórico es todo aquello que acontece dentro de
las categorías limitadas del tiempo y el espacio, efectivamente la
Resurrección, aunque real para quien crea en ella, no debe ser objeto de
estudio por parte de la Historia, puesto que la supera; sin embargo, si
consideramos los efectos que tal creencia ha producido en la vida de tantos
millones de personas a lo largo del tiempo, quizás sí merezca la pena detenerse
a pensar sobre la forma en que esta categoría religiosa ha transformado
radicalmente la Historia.
Por lo que respecta a la pasión y muerte
de Jesús, no deberían suscitarse dudas acerca de su historicidad –Jesús no fue
el primer profeta perseguido, y no sería el último–. El problema estaría más
bien en cómo interpretar las fuentes. Así, por ejemplo, si nos detenemos a
estudiar los motivos que condujeron a la detención y condena de Jesús, nos
encontraremos con relatos y explicaciones diferentes en cada uno de los cuatro
evangelistas. ¿Quiere decir esto que debemos desechar los textos sagrados como
fuente principal de información? Absolutamente, no. La información que nos
ofrece el Nuevo Testamento refleja el contenido de las creencias de las
primeras comunidades cristianas. El objetivo de sus autores era proclamar la fe
en Cristo, transmitir lo que habían recibido de quienes habían vivido junto a
Jesús. El primer anuncio del Evangelio (buena noticia) no consistió en una
semblanza de la vida y hechos de Cristo, sino en algo mucho más conciso pero
más importante para la vida de los primeros cristianos: el contenido esencial
de la fe que profesaban. Encontramos por primera vez esa antiquísima y concisa
fórmula de la historia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús en la
primera carta de San Pablo a los corintios (15, 3-5):
Que Cristo murió por nuestros
pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según
las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los doce.
A los cristianos les interesó, desde el
principio, resaltar el verdadero objetivo de la misión de Jesús de Nazaret: la
salvación de los hombres. Salvación como sinónimo de liberación. Solamente
quien vive alejado del pecado, concepto que va más allá de la transgresión de
una serie de principios morales, es verdaderamente libre, pues retorna a la
plenitud de su humanidad, creada a imagen y semejanza de Dios. Salvación que,
según la Escritura, se logra a través de la muerte y resurrección de Cristo y
es universal y gratuita. Don de un Dios que se hizo hombre para mostrar a los
hombres el camino de retorno a Dios, el proceso de divinización que conduce a la
libertad y plenitud genuinas.
La Escritura no presta demasiada atención
a los datos cronológicos o judiciales. No debemos olvidar que los Evangelios se
escriben pocas décadas después de la muerte de Jesús –la mayor parte de los
estudiosos considera que el más antiguo, el de Marcos, fue compuesto alrededor
del año 70–. El recuerdo de Cristo es todavía reciente y, por tanto, en unos
escritos que reflejan una predicación oral previa, no se ve necesario descender
a detalles que ciertamente podrían haber satisfecho la curiosidad de algunos,
pero que no habrían transmitido la fuerza genuina que encerraba la verdadera
misión de Cristo. Es interesante ver cómo las primeras comunidades cristianas
rechazan numerosos escritos ricos en detalles sobre la vida de Jesús –los
denominados apócrifos, entre los que hay no sólo evangelios, también hechos de
los apóstoles, epístolas y apocalipsis–, no porque falseen la realidad, sino
porque tergiversan el contenido esencial de Su mensaje.
El primer relato de la pasión, muerte y
resurrección de Cristo nos lo ofrece Marcos, que a su vez constituye la base de
las narraciones de Mateo y Lucas; Juan pertenece a otra tradición y sigue su
propio itinerario, alternativo e independiente, sin que por ello transforme el
contenido de fe, que comparte con el resto de los autores; San Pablo, como
señalamos anteriormente, que escribe su primera epístola a la iglesia de
Corinto con anterioridad a todos ellos, entre los años 54-57, se limita a
presentar el núcleo de la predicación sin desarrollar la trama de los hechos.
Pero, volviendo a Marcos, los hechos se habrían desarrollado según la siguiente
cronología.
La entrada en Jerusalén se produjo el
primer día de la semana. El cálculo viene proporcionado por las noticias que se
ofrecen en Mc 11, 12 y 11, 20 acerca del episodio de la maldición de la higuera
y de las disputas de Jesús con algunos fariseos y saduceos sobre diversas
cuestiones, que sucedieron el lunes y el martes.
El miércoles, dos días antes de la fiesta
de Pascua y de los panes ázimos, las autoridades judías, según Mc 14, 1,
decidieron quitarse de en medio a Jesús. Ese mismo día se produce la unción en
Betania (Mc 14, 3-9 y paralelos; Jn 12, 1-8).
La Crucifixión tuvo lugar un viernes,
pues el día después de la muerte de Jesús fue sábado (Mc 15, 42 y paralelos; Jn
19, 31). La tarde anterior, es decir, entre el jueves y el viernes –recuérdese
que el día hebreo comienza tras la puesta del sol– se celebró la Última Cena,
tras la cual Jesús se trasladó a orar al huerto de los olivos. Allí fue
arrestado y conducido posteriormente ante el Sanedrín, que al amanecer lo
entregaría a la autoridad romana que formalmente lo condenó a muerte.
Vista así, la narración se presenta más o
menos ordenada y coherente. Sin embargo una lectura atenta de los textos de la
Pasión presenta al lector más dudas que soluciones en lo relativo a la
historicidad. De ahí la importancia de saber leer la Escritura. Para evitar
interpretaciones erróneas o juicios temerarios es necesario conocer, entre
otras cosas, el ambiente en que se escribió el Nuevo Testamento, el judaísmo
anterior y posterior a la caída de Jerusalén del año 70, las tensiones entre la
iglesia naciente y la sinagoga, la legislación romana y su particular
aplicación en las diferentes partes del Imperio, el uso que del Antiguo
Testamento hacían tanto judíos como cristianos y un largo etcétera, que se
atañe a la filología, la historia, la filosofía, la arqueología, etc.
La actualización de la Pasión, por tanto,
trasciende lo meramente histórico, aun sin obviarlo, y se centra en el
acontecimiento unitario y salvífico sobre el cual se fundamenta la fe
cristiana: la muerte y resurrección de Cristo.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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