lunes, 28 de mayo de 2012
miércoles, 16 de mayo de 2012
La conversión de Recaredo
Los monarcas visigodos tuvieron que
afrontar tres problemas principales que constituyeron desde el inicio una
amenaza para la estabilidad del reino: uno político, el carácter electivo de la
monarquía, que por lo general impedía transiciones serenas; otro social, una
minoría visigoda que regía los destinos de una mayoría hispano-romana; y un
tercero religioso, el arrianismo de la casta política, que chocaba con el
catolicismo mayoritario.
Los problemas de sucesión al trono nunca
se resolverían, pese a los esfuerzos hechos en alguno de los concilios de
Toledo. La cohabitación entre visigodos e hispano-romanos fue mejorando gracias
a reformas legales como la que autorizó los matrimonios mixtos, que
contribuyeron sustancialmente a la cohesión nacional. En cuanto a la cuestión
religiosa, más allá de la convicción personal de los convertidos, que no
compete a la Historia, se resolvió por decreto.
El camino no fue fácil, con un sinfín de
conflictos políticos, sociales, económicos, religiosos e incluso familiares, y
una guerra más que civil –en palabras de san Isidoro– entre los miembros de la
familia real.
Recaredo había sucedido en el trono a su
padre, Leovigildo. Éste, maniobrando inteligentemente para afianzar su poder,
había no sólo triunfado en diversas campañas militares –que permitieron la
ampliación de los territorios del reino–, sino asociado al Gobierno a sus dos
hijos, Hermenegildo y el propio Recaredo. Dio origen, de este modo, a una
pequeña dinastía que, aunque no pervivió demasiado tiempo, sí contribuyó
decisivamente a modelar un nuevo perfil del Estado visigodo.
Leovigildo consideró que el reino
difícilmente podía prosperar si no se actuaba directamente sobre los problemas
que afectaban a su estabilidad. Fortalecido por los éxitos de sus campañas
militares, que mantuvieron calmada a la siempre intrigante nobleza visigoda,
decidió dar un paso más hacia la unidad del reino. Tal ambición no sería
posible si no se lograba superar la división religiosa que aún existía en la
España de la segunda mitad del siglo VI. Los dos grupos religiosos más
importantes eran el catolicismo y el arrianismo. Existía también un buen número
de judíos, y el paganismo aún no se había extinguido totalmente, pero su
influencia era menor.
Leovigildo ideó un plan que pasaba por
suavizar los postulados arrianos a fin de hacerlos aceptables para los
católicos. Con ese fin convocó en el año 580 un concilio de obispos arrianos en
Toledo. Los resultados no fueron los previstos, puesto que no era fácil hacer
converger hacia el arrianismo no sólo a la inmensa mayoría de la población,
sino a toda una tradición teológicamente superior y segura de su ortodoxia,
compartida, por lo demás, con el resto del orbe cristiano. El arrianismo no
dejaba de ser una rémora del pasado, superada ya dogmáticamente, y sobrevivía
únicamente gracias a que era la religión de quien ejercía el poder político.
Leovigildo no se resignó e intentó por todos los medios llevar a cabo su plan.
Aunque es cierto que en muchas ocasiones
se empleó con violencia, no podemos afirmar que desencadenara una persecución
contra los católicos. Envió al exilio a algunos obispos y obligó a rebautizar
bajo amenazas a muchos católicos, pero nunca se trató de una persecución formal
o general al modo en que parte de la tradición historiográfica lo ha querido
presentar. No debe olvidarse que los católicos no sólo eran mayoría, sino que
controlaban grandes áreas de poder, principalmente en los terrenos económico y
cultural, y su influencia en la sociedad no era menor. Así se explica la
resistencia episcopal y de gran parte de la nobleza hispano-romana a los planes
unionistas de Leovigildo.
A estas dificultades externas se unió una
interna. Leovigildo había encargado el gobierno de algunas zonas del reino a
sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo. Al primero le fue encomendado lo que
fuera la Bética romana. Poco después comenzaron los conflictos entre Hermenegildo
y su padre. Sagazmente, Recaredo estaría siempre de parte de Leovigildo; quería
hacer méritos ante la nobleza con vistas a la sucesión.
Las fuentes contemporáneas de que
disponemos difieren a la hora de explicar los motivos y el desarrollo de esta guerra
civil y familiar. Mientras que los autores extranjeros inciden en el factor
religioso –Leovigildo no habría aceptado la conversión al catolicismo de
Hermenegildo–, los nacionales pasan por alto este aspecto y se centran en
cuestiones meramente políticas. La hagiografía sobre Hermenegildo surgiría
muchas décadas más tarde; entre otras cosas, porque pocos autores
contemporáneos habrían tenido el valor de echarle en cara al recién convertido
Recaredo las tropelías que su padre y él habían cometido contra su hermano
mártir.
Leovigildo murió sin haber logrado sus
objetivos. Le sucedió su hijo Recaredo, aunque no sin haber superado algunas
dificultades iniciales –parte de la nobleza y de su propia familia seguía
intrigando contra él–. El nuevo monarca afrontó el problema de la consolidación
del reino en modo diverso a como lo había enfocado su padre. En lugar de forzar
la conversión de los católicos, estimó que quizá fuera más sencillo convertirse
él. Lo logró, pero no sin dificultades y con grave riesgo de perder algo más
que la corona.
El arrianismo había creado una jerarquía
paralela a la católica, aunque ésta gozaba de una mejor organización. Siguiendo
la tradición tardorromana, los obispos católicos ejercían toda una serie de
funciones que iban más allá de las estrictamente pastorales. Administraban
justicia, gestionaban asuntos económicos, administrativos y de instrucción. Su
poder y sus recursos eran grandes, y Recaredo se dio cuenta de la inutilidad de
luchar contra unas instituciones tan fuertemente arraigadas.
No toda la parte arriana aceptó en bloque
la nueva política del rey. Recaredo tuvo que sofocar durante dos años algunas
rebeliones, en Mérida, Toledo y la zona narbonense. Superadas las dificultades,
podía ya presentarse ante el órgano supremo de la iglesia española para sancionar
la unidad religiosa del reino visigodo bajo la ortodoxia católica. Era el 8
mayo del año 589, en la sesión inaugural del tercer concilio de Toledo.
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jueves, 10 de mayo de 2012
Roma: una historia cultural
A lo largo de su milenaria historia, Roma
ha sido desvalijada y ultrajada en numerosas ocasiones. Robert Hughes lo ha
vuelto a hacer, con este libro que rezuma resentimiento y en el que muestra una
supina ignorancia.
Roma es la excusa y el reclamo para
intentar vender una visión muy particular y sectaria de la historia, como
descubrirá enseguida hasta el lector más incauto. Siendo generosos, diremos que
el espacio dedicado a la Ciudad Eterna no va más allá de un tercio del total;
el resto es un sucederse de opiniones acerca de los temas más variopintos:
filosofía, historia, arte, política y religión –con especial ensañamiento hacia
el cristianismo y particularmente, ¡oh gran novedad!, el catolicismo–. Podrá
alegarse en defensa de este montón de páginas que el influjo de Roma va más
allá de su término municipal, y es cierto, pero ni siquiera así se
justificarían los subjetivos, extensos, hoscos y acríticos discursos sobre
temas que parecen afectar más a los complejos personales del autor que a la
propia urbe.
En los primeros capítulos Hughes disimula
muy bien su conocimiento acerca del origen, desarrollo y posterior desaparición
de ciertas instituciones del mundo clásico. Parecería, por ejemplo, que nada
pudiera sorprender al lector una vez que el capítulo titulado "El Imperio
tardío" comienza con el gobierno de Calígula, tercer emperador, bajo cuyo
mandato, seguramente, se instituyeron las bases de la desaparición del Imperio
occidental... ¡más de cuatrocientos años después! Sin embargo, no es así:
Hughes va mucho más allá y se empeña en ilustrarnos con su ignorancia sobre
temas relacionados con la política imperial, las clases sociales, la economía,
el comercio, la expansión del cristianismo y la antigua literatura cristiana.
Lo hace, además, con un lenguaje a menudo soez y ofensivo tanto para el lector,
que no se espera ciertas expresiones malsonantes e innecesarias en un ensayo
aparentemente histórico, como para la verdad, que para imponerse no necesita de
figuras supuestamente retóricas.
A medida que se adentra en épocas más
recientes, Hughes deja a un lado la narración histórica y se centra en la vida
y milagros de algunos de los principales artistas que trabajaron en Roma.
Quizás sea la parte más interesante del libro, aunque sigue sin responder al
reclamo publicitario y en lugar de Historia nos presenta un largo sucederse de
batallitas. ¿Cómo se puede hablar, por ejemplo, de Miguel Ángel y la Capilla
Sixtina sin citar alguna de las últimas aportaciones de Pfeiffer o las
explicaciones –no exentas de polémica, aunque bien razonadas– de Blech y Doliner? Lo mismo para Rafael, Bernini y tantos otros autores.
Delirante, por último, es el tratamientos
de la Roma contemporánea. Por poner sólo tres ejemplos: la toma de la ciudad en
septiembre de 1870 por parte de las tropas del nuevo reino de Italia ocupa el
espacio de... ¡una frase¡; Mussolini es presentado como un nuevo Cola di
Rienzo, héroe procedente de la clase popular que se enfrenta al poder
establecido; y la masacre de las Fosas Ardeatinas es despachada en un par de
párrafos sólo cuando se habla de la obra artística de Gattuso... Debe de ser
que la gárrula dolce vita felliniana es más interesante, y por eso Hughes se
explaya dedicando varias páginas a Via Veneto y alrededores.
Para dejar claro que no se inventa nada y
que no tergiversa los datos, Hughes ofrece un número abrumador de notas al pie:
cero. Las treces páginas de bibliografía no cubren esta falta de respeto a la
investigación honesta; echamos de menos numerosas obras fundamentales, clásicas
y modernas, a autores indispensables como Santo Mazzarino, Andrea Giardina,
Peter Heather, Peter Brown, Giacomo Martina, etc. Aunque, eso sí, gracias al
traductor, que a su buen conocimiento del inglés une un tenuísimo barniz de
cultura general, descubrimos, y ésta es sólo una perla del tesoro que está
repartido por todo el libro, que Pablo de Tarso escribió una carta a los
tesalonios [sic], hecho que ignoro si alegrará o por el contrario inquietará a
exégetas y teólogos.
La divulgación es un arte difícil, del
que son capaces sólo aquellos autores que dominan la materia y por tanto van a
lo esencial, sin perderse en detalles o anécdotas insignificantes o comentarios
intrascendentes, cuando no insultantes. Hughes cree conocer Roma porque estuvo
en ella cuando era joven y después volvió no sé cuántas veces. A Roma no se la
conoce sólo visitándola, ni siquiera sólo viviendo en ella, sino leyéndola en
la impronta que ha dejado en el arte, la historia, la política, la filosofía y
la religión. Si Hughes, siendo honesto, hubiera pretendido que su lector
conociera Roma, podría haber hecho dos cosas: editar una guía de esas que
utilizan sus odiados turistas –y es que, además de ignorante y maleducado, el
de los antípodas es un clasista... ¡de primera!– o pasarse media vida en un par
de buenas bibliotecas y, una vez asimilado lo leído, iniciar humildemente una
aproximación a la historia cultural –manía de poner apellidos a todo– de Roma.
Pero no, ha optado por la brocha gorda y los más burdos lugares comunes, y,
claro, por pelearse a cara de perro con el rigor intelectual.
Es una lástima que en esta ocasión el
sello que ha publicado este volumen no haya hecho honor a su nombre. En futuras
aventuras editoriales sobre la historia de grandes ciudades debería seguir el
rumbo que él mismo se fijo con el Jerusalén de Montefiore, uno de los mejores
libros del año pasado.
Así pues, amables lectores, empleen el
dineral que cuesta este libro para financiar al menos un tercio de lo que
cobran la mayor parte de las aerolíneas que conectan diversos aeropuertos
españoles con el de Fiumicino. Descubran por ustedes mismos la grandeza que
tuvo y pretende mantener Roma. No se dejen engañar por la sugestiva solapa del
volumen, déjense encantar, en todo caso, por los atractivos que aún luce la
ciudad ribereña del Tíber... ¡y no permitan que se les caduque el carné de la
biblioteca!
ROBERT HUGHES: ROMA, UNA HISTORIA CULTURAL. Crítica (Barcelona), 2011, 574 páginas.
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Publicado en el Suplemento Libros de Libertad Digital.
miércoles, 9 de mayo de 2012
El derecho visigodo
La legislación permite conocer aspectos
importantes de la naturaleza, la vida cotidiana y las bases ideológicas de un
pueblo. El mayor o menor volumen de leyes y el grado de detalle al que
desciendan dicen mucho de una sociedad.
Desde sus orígenes, en la Galia, hasta su
descomposición, a principios del siglo VIII, el visigodo destacó frente a otros
reinos similares, nacidos de las ruinas del Imperio romano, por su interés en
dotarse de un corpus legislativo que regulara las acciones públicas, privadas,
políticas y económicas de la gente.
Desde algunos frentes historiográficos,
de extracción principalmente marxista, se ha intentado presentar al Estado
visigodo como una teocracia. Se basan en el lenguaje típicamente teológico que
permea gran parte del corpus jurídico de aquel período. En efecto, encontramos
a menudo expresiones que aluden a la soberanía de Dios, a la divina clemencia,
justicia o voluntad, etc. Para desembarazarnos desde el inicio de tal
prejuicio, argumentado con bases tan poco sólidas, preguntemos a quienes
sostienen tal concepción si también los liberales de Cádiz pretendían crear una
teocracia cuando elaboraron la Constitución de 1812, que comenzaba diciendo:
En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad.
El Codex Euricianus es la primera
recopilación de leyes visigodas que conocemos, aunque hay testimonios que
hablan de actos legislativos precedentes por parte de Teodorico I. De este
código se conservan únicamente dos leyes, y hay más dudas que certezas acerca
de la fecha de su composición, autoría y objetivos. Sirve, no obstante, para
constatar cómo desde los primeros momentos del reino visigodo –todavía en
territorio galo– hubo interés por dotar al nuevo Estado de un cuerpo
legislativo, aunque ciertamente aportaba pocas novedades y se conformaba con
seguir básicamente la tradición legal romana.
Alarico II, en el año 506, promulgó en
Tolosa un Breviarium, conocido también como Lex Romana Visigothorum, que
consistía básicamente en una edición resumida del Codex Theodosianus
–compilación de leyes imperiales realizada en tiempos de Teodosio II que abarcaba
el período comprendido entre el año 312, reinando Constantino, y el 438, fecha
de su publicación–. La mayor parte de las leyes contenidas en este breviario
viene acompañada de una interpretación para facilitar su comprensión y
adaptarlas a las circunstancias de un reino donde la mayoría de la población no
era de origen visigodo.
Décadas más tarde, durante el reinado de
Leovigildo (572-586), se produjo una nueva intervención legislativa de gran
importancia. San Isidoro de Sevilla informa acerca de la decisión del rey de
corregir
aquellas cosas que habían sido establecidas de manera inadecuada por Eurico, añadiendo gran cantidad de leyes que habían sido omitidas y suprimiendo otras que encontraba superfluas.
No se conserva nada de esta iniciativa de
Leovigildo excepto la noticia de Isidoro; no obstante, lo más probable es que,
de haberse llevado a cabo tal proyecto, terminara integrado en la siguiente
gran compilación, realizada en tiempos de Recesvinto.
Gran parte de la labor legislativa quedó
incluida, pues, en el que sería el código por excelencia del período visigodo,
y que incluso sobreviviría al reino, el Liber Iudiciorum. Fue promulgado por
Recesvinto en el año 654 y sustituyó a las anteriores compilaciones. Su
estructura es similar a otros textos legales contemporáneos, como el Código de
Justiniano, y recoge gran parte de la reglamentación promulgada en reinados
anteriores. Partiendo de los conceptos de ley y legislador, va descendiendo a
cada uno de los aspectos que configuran la vida social y privada. Su
importancia fue tal, que vertebró la elaboración de otros textos legales tanto
de carácter civil como religioso durante toda la Edad Media, y no sólo en
España. El texto original de Recesvinto se fue actualizando con la adición de
nuevas leyes hasta la desaparición del reino, a partir del año 711.
El corpus legal se alinea básicamente con
la tradición jurídica romana, que los visigodos, por cierto, habían prometido
respetar en tiempos remotos, durante sus primeros contactos con el Imperio, en
el siglo IV. No fue, ciertamente, aquella promesa de acatamiento, cumplida y
traicionada reiteradamente siglos atrás, lo que les llevó a mantener tal
dirección, sino la constante romanización a la que se vieron sometidos desde el
principio.
Muy ligada a la cuestión legislativa se
encuentra la relacionada con la composición social del reino visigodo. Hay que
recordar que el invasor bárbaro fue numéricamente muy inferior a la población
nativa, de origen y cultura romanos. El tema más debatido por la historiografía
contemporánea es si la ley visigoda se basaba en la personalidad, es decir, si
se aplicaba según la etnia de cada individuo, o por el contrario se guiaba por
un criterio de territorialidad, esto es, si era aplicable a todos los
ciudadanos que poblaban el reino. Hay posturas para todos los gustos, y ninguna
convence absolutamente. La tesis más extendida sostiene que el primer código
realmente territorial fue el promulgado por Recesvinto, y que los anteriores se
asemejaron a la legislación franca, fuertemente divisiva. Lo más razonable,
conociendo la poderosa impronta romana en el derecho visigodo, sea considerar
que la aplicación de las leyes fuera en todo momento territorial, igual que en
el Imperio. Sea como fuere, esta polémica provoca inmediatamente dudas sobre el
valor real de la codificación jurídica de este periodo: ¿tuvo una aplicación
práctica o fue simplemente un símbolo más de la autoridad visigoda? También
aquí existen posturas enfrentadas: por una parte están quienes sostienen que su
finalidad fue meramente simbólica y que sirvió únicamente para reforzar el
poder de la monarquía visigoda; por otra quienes, probablemente más acertados,
afirman que realmente tuvo una repercusión práctica, alegando para ello no sólo
las continuas enmiendas legales sino la abrogación de normas que no respondían
ya a cuestiones reales y sobre todo el testimonio que presentan las actas de
procesos que han llegado hasta la actualidad.
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