A lo largo de su milenaria historia, Roma
ha sido desvalijada y ultrajada en numerosas ocasiones. Robert Hughes lo ha
vuelto a hacer, con este libro que rezuma resentimiento y en el que muestra una
supina ignorancia.
Roma es la excusa y el reclamo para
intentar vender una visión muy particular y sectaria de la historia, como
descubrirá enseguida hasta el lector más incauto. Siendo generosos, diremos que
el espacio dedicado a la Ciudad Eterna no va más allá de un tercio del total;
el resto es un sucederse de opiniones acerca de los temas más variopintos:
filosofía, historia, arte, política y religión –con especial ensañamiento hacia
el cristianismo y particularmente, ¡oh gran novedad!, el catolicismo–. Podrá
alegarse en defensa de este montón de páginas que el influjo de Roma va más
allá de su término municipal, y es cierto, pero ni siquiera así se
justificarían los subjetivos, extensos, hoscos y acríticos discursos sobre
temas que parecen afectar más a los complejos personales del autor que a la
propia urbe.
En los primeros capítulos Hughes disimula
muy bien su conocimiento acerca del origen, desarrollo y posterior desaparición
de ciertas instituciones del mundo clásico. Parecería, por ejemplo, que nada
pudiera sorprender al lector una vez que el capítulo titulado "El Imperio
tardío" comienza con el gobierno de Calígula, tercer emperador, bajo cuyo
mandato, seguramente, se instituyeron las bases de la desaparición del Imperio
occidental... ¡más de cuatrocientos años después! Sin embargo, no es así:
Hughes va mucho más allá y se empeña en ilustrarnos con su ignorancia sobre
temas relacionados con la política imperial, las clases sociales, la economía,
el comercio, la expansión del cristianismo y la antigua literatura cristiana.
Lo hace, además, con un lenguaje a menudo soez y ofensivo tanto para el lector,
que no se espera ciertas expresiones malsonantes e innecesarias en un ensayo
aparentemente histórico, como para la verdad, que para imponerse no necesita de
figuras supuestamente retóricas.
A medida que se adentra en épocas más
recientes, Hughes deja a un lado la narración histórica y se centra en la vida
y milagros de algunos de los principales artistas que trabajaron en Roma.
Quizás sea la parte más interesante del libro, aunque sigue sin responder al
reclamo publicitario y en lugar de Historia nos presenta un largo sucederse de
batallitas. ¿Cómo se puede hablar, por ejemplo, de Miguel Ángel y la Capilla
Sixtina sin citar alguna de las últimas aportaciones de Pfeiffer o las
explicaciones –no exentas de polémica, aunque bien razonadas– de Blech y Doliner? Lo mismo para Rafael, Bernini y tantos otros autores.
Delirante, por último, es el tratamientos
de la Roma contemporánea. Por poner sólo tres ejemplos: la toma de la ciudad en
septiembre de 1870 por parte de las tropas del nuevo reino de Italia ocupa el
espacio de... ¡una frase¡; Mussolini es presentado como un nuevo Cola di
Rienzo, héroe procedente de la clase popular que se enfrenta al poder
establecido; y la masacre de las Fosas Ardeatinas es despachada en un par de
párrafos sólo cuando se habla de la obra artística de Gattuso... Debe de ser
que la gárrula dolce vita felliniana es más interesante, y por eso Hughes se
explaya dedicando varias páginas a Via Veneto y alrededores.
Para dejar claro que no se inventa nada y
que no tergiversa los datos, Hughes ofrece un número abrumador de notas al pie:
cero. Las treces páginas de bibliografía no cubren esta falta de respeto a la
investigación honesta; echamos de menos numerosas obras fundamentales, clásicas
y modernas, a autores indispensables como Santo Mazzarino, Andrea Giardina,
Peter Heather, Peter Brown, Giacomo Martina, etc. Aunque, eso sí, gracias al
traductor, que a su buen conocimiento del inglés une un tenuísimo barniz de
cultura general, descubrimos, y ésta es sólo una perla del tesoro que está
repartido por todo el libro, que Pablo de Tarso escribió una carta a los
tesalonios [sic], hecho que ignoro si alegrará o por el contrario inquietará a
exégetas y teólogos.
La divulgación es un arte difícil, del
que son capaces sólo aquellos autores que dominan la materia y por tanto van a
lo esencial, sin perderse en detalles o anécdotas insignificantes o comentarios
intrascendentes, cuando no insultantes. Hughes cree conocer Roma porque estuvo
en ella cuando era joven y después volvió no sé cuántas veces. A Roma no se la
conoce sólo visitándola, ni siquiera sólo viviendo en ella, sino leyéndola en
la impronta que ha dejado en el arte, la historia, la política, la filosofía y
la religión. Si Hughes, siendo honesto, hubiera pretendido que su lector
conociera Roma, podría haber hecho dos cosas: editar una guía de esas que
utilizan sus odiados turistas –y es que, además de ignorante y maleducado, el
de los antípodas es un clasista... ¡de primera!– o pasarse media vida en un par
de buenas bibliotecas y, una vez asimilado lo leído, iniciar humildemente una
aproximación a la historia cultural –manía de poner apellidos a todo– de Roma.
Pero no, ha optado por la brocha gorda y los más burdos lugares comunes, y,
claro, por pelearse a cara de perro con el rigor intelectual.
Es una lástima que en esta ocasión el
sello que ha publicado este volumen no haya hecho honor a su nombre. En futuras
aventuras editoriales sobre la historia de grandes ciudades debería seguir el
rumbo que él mismo se fijo con el Jerusalén de Montefiore, uno de los mejores
libros del año pasado.
Así pues, amables lectores, empleen el
dineral que cuesta este libro para financiar al menos un tercio de lo que
cobran la mayor parte de las aerolíneas que conectan diversos aeropuertos
españoles con el de Fiumicino. Descubran por ustedes mismos la grandeza que
tuvo y pretende mantener Roma. No se dejen engañar por la sugestiva solapa del
volumen, déjense encantar, en todo caso, por los atractivos que aún luce la
ciudad ribereña del Tíber... ¡y no permitan que se les caduque el carné de la
biblioteca!
ROBERT HUGHES: ROMA, UNA HISTORIA CULTURAL. Crítica (Barcelona), 2011, 574 páginas.
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Publicado en el Suplemento Libros de Libertad Digital.
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