Se afirma, no sin razón, que existen los italianos pero no
existe Italia. El Risorgimento,
al fin y al cabo, no habría logrado más que unificar políticamente una serie de
territorios muy diferentes entre sí y que en realidad compartían una sola cosa:
su situación geográfica subalpina.
La República Italiana celebra este año, no sin polémica, el 150º
aniversario de la creación del Reino de Italia. El 17 de marzo de 1861, en
Turín, se aprobaba la ley número 4671 del Reino de Cerdeña, que
pocos días después se convertiría en la ley número 1 del Reino de Italia:
El Senado y la Cámara de los Diputados han aprobado; nosotros hemos sancionado y promulgamos cuanto sigue: Artículo único: El Rey Vittorio Emanuele II asume para sí y para sus Sucesores el título de Rey de Italia (...).
De este modo nacía un nuevo Estado nacional. El Risorgimento
lograba un éxito importante, casi toda la península italiana y sus islas se
unificaban bajo una misma entidad política. Aún quedaba mucho por hacer y la
configuración definitiva de las fronteras no se lograría hasta después de la II
Guerra Mundial.
Esa primera ley fue un error más que contribuyó a la confusión:
que el rey de la nueva nación conservara el ordinal que le correspondía como
monarca de su antiguo reino daba a entender que, más que una unificación o una
reunificación, de lo que se trataba era, en realidad, de una anexión. El deseo
piamontés de crear una sola nación no habría sido negativo si hubiera
predominado el interés común y no el ansia del propio Piamonte de prevalecer
sobre el resto de Estados implicados. Poco a poco todos ellos fueron parte del
nuevo reino; pero unos más que otros.
Mención especial merece el caso del Reino de las Dos Sicilias,
que fuera territorio borbónico. Siguiendo la particular genética de su
dinastía, el titular de tal corona, Francisco II, no opuso demasiada
resistencia y dejó que las fuerzas de la Italia unida se
apropiaran del territorio. Fue una anexión en toda regla, por mucho que
pretendan manipular la historia los defensores de Garibaldi y demás
facinerosos. El Norte masón y liberal –en el sentido menos
noble de la palabra– contra el Sur católico y conservador. Las
riquezas del reino de Nápoles sirvieron para financiar los gastos que habían
causado las campañas militares. Comenzaba así un saqueo que duraría décadas; es
más, que sigue ahí. Expolio que comprendió no sólo las riquezas y los recursos
naturales, también la mano de obra, lo que permitió al Norte alcanzar unos
niveles de desarrollo y riqueza que quedaron, así, vedados para el Sur. Con la
unificación se cambiaron los papeles y surgió, inevitablemente, un conflicto
que aún perdura y del que forma parte la famosa questione meridionale,
de imposible solución y de carácter más ideológico que económico.
Más tarde, con el bochornoso episodio de la Brecha de Porta Pia,
el 20 de septiembre de 1870 llegaría la anexión de Roma. A los Estados
Pontificios no les quedaba más remedio que ceder ante lo inevitable y
opusieron, por tanto, una resistencia simbólica, que salvara el honor y
ahorrara víctimas innecesarias. Podría decirse que el papa, Pío IX, ocupado por
entonces en la celebración del Concilio Vaticano I, dejó prácticamente
entreabiertas las puertas de la ciudad para que el invasor tomara posesión de
la que sería a partir de entonces capital del reino de Italia sin causar
demasiados estragos.
Pero una victoria tan sencilla no apagaba la sed de hazañas de
los nuevos italianos. Decidieron no forzar la puerta ante la que acampaban y en
su lugar abrieron una brecha en las murallas para entrar triunfalmente en
la caput mundi. Casualmente, todo hay que decirlo, porque
eran revolucionarios pero no estúpidos, decidieron abrir el
boquete en una zona en la que no se dañara la desaparecida Villa Bracciano –hoy
sede de la embajada británica–, propiedad de la familia Torlonia, uno de cuyos
miembros, Leopoldo, llegaría a ser alcalde de la ciudad años más tarde. La
brecha material de Porta Pia, restaurada años más tarde, no importó tanto
cuanto la grieta que se creó entre el nuevo Estado y la Iglesia, que tardaría
muchos años en cerrarse, concretamente hasta 1929, con la firma de los Pactos
Lateranenses, con Mussolini al frente del Gobierno.
El Estado italiano experimentó variaciones hasta mediados de la
década de 1940, en que fijó sus fronteras definitivamente. Tras la I Guerra
Mundial logró, como botín, los territorios de Trentino-Alto Adige,
Venecia-Julia e Istria. Tras la II Guerra Mundial perdió lo que tenía en la
Dalmacia, salvo Trieste. Irónicamente, el establecimiento de las fronteras
definitivas coincidió con el fin de la Monarquía.
El Reino de Italia desapareció tras el referéndum de 1946. La
innoble Casa de Saboya pagaba así su nefasto concubinato con el fascismo.
Tocaba, entonces, refundar Italia, y para ello se promulgó una nueva
Constitución, cuyo curioso artículo primero mereció pronto comentarios
satíricos, cuando no ofensivos: "Italia es una República democrática
fundada en el trabajo"; "de los demás", añaden con sorna los
propios italianos.
El propio carácter de los italianos, sus profundas diferencias
idiosincrásicas y el caos institucional, que campa a sus anchas desde los Alpes
hasta Sicilia, han impedido que una nación con gran potencial económico y
cultural haya encontrado su sitio entre las principales del mundo. Pertenece,
sí, al G7 –si esto es motivo de orgullo–, pero podría haber sido un motor de
Europa, al mismo nivel de Alemania, Francia o el Reino Unido, si no hubiera
tenido la desgracia de soportar, incluso ahora, a una casta política que en lugar
de velar por el interés de todo el país se ha dedicado al clientelismo y
al provincianismo (término más adecuado que el de nacionalismo
porque no implica, por lo general, cuestiones políticas secesionistas, a
excepción de la reivindicación de la Padania por parte de la Liga Norte).
Los festejos del aniversario y los patrióticos discursos
pronunciados en los actos oficiales podrían despertar la conciencia de unidad
que tanto necesita el país. No obstante, tan noble y necesaria tarea no
interesa o no importa. La indolencia sea quizás el vicio más extendido en una
nación que ocupa el territorio de quienes a lo largo de la historia dieron a
Occidente algunos de sus tesoros más preciados en los campos de la política, la
religión, el derecho y el arte.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital.