Los
pueblos bárbaros que entraron en la península ibérica a partir de los primeros
años del siglo V no sólo contribuyeron a la forja de una nueva forma de
organización política, con la creación de nuevos Estados, sino que desagarraron
la unidad religiosa de la que hasta entonces había gozado el territorio. El
arrianismo de suevos, vándalos, alanos y visigodos se vino a enfrentar a la
ortodoxia católica predominante entre los hispano-romanos.
La unidad de la Iglesia, en lo doctrinal
como en lo organizativo, ha sido desde los inicios del cristianismo más un
deseo que una realidad. No se ha logrado aún satisfacer aquella petición que
Cristo dirige al Padre en el Evangelio de San Juan: "Que todos sean
uno" (Jn 17, 21). Cristo se refería explícitamente a la unión entre Dios y
sus hijos e implícitamente, como recoge la tradición de las diferentes
comunidades cristianas, a la unión de esos hijos entre sí. Si los autores
sagrados hacen hincapié en la cuestión de la unidad, como vemos reflejado de
una manera u otra en todos los libros del Nuevo Testamento, es porque ya en las
primeras comunidades cristianas surgieron diferencias de mayor o menor calado.
Esta tradición polémica y divisiva no es, por tanto, un fenómeno de épocas
recientes -reforma protestante–, tampoco del Medievo –cisma de Oriente–.
Las controversias doctrinales no surgen
espontáneamente; se deben, por lo general, a una serie de factores que, unidos,
acaban por desatar crisis que afectan en mayor o menor medida al dogma y a la
convivencia eclesial. Suele haber un sustrato filosófico que ofrece las
categorías metodológicas y de pensamiento necesarias para la elaboración de
nuevas doctrinas. Por lo demás, el contexto histórico, político, social suele
ejercer una gran influencia, y su análisis nos permite comprender que en la
mayoría de los casos las disputas son no sólo intelectuales sino políticas.
Igualmente, es norma que surja un personaje que se erija como líder y como
centro de la discusión.
Así ocurrió también con la crisis
desatada por el arrianismo.
Alrededor del año 320, un sacerdote de
Alejandría llamado Arrio comenzó a difundir una serie de ideas sobre Cristo que
suscitaron fuerte polémica. Seguro de su doctrina u obcecado en su error, según
se mire, no se retractó siquiera cuando fue acusado ante su obispo, Alejandro.
Se le inició un proceso, se le condenó y se le apartó del ministerio. Encontró,
no obstante, apoyo entre algunos obispos orientales, de manera que la polémica
no sólo no se apagó sino que cobró fuerza y acabó desbordando los límites de la
iglesia alejandrina.
Arrio afrontó, como muchos otros teólogos
de su época, uno de los temas fundamentales del cristianismo: quién es
realmente Jesucristo.
Para lograr una respuesta satisfactoria
no cabe otra posibilidad que la de servirse de los datos que ofrece la Sagrada
Escritura y de las categorías filosóficas que permiten el desarrollo de un
discurso coherente y ordenado. Los primeros siglos del cristianismo
coincidieron con el auge de la filosofía neoplatónica, uno de cuyos máximos
representantes fue Plotino. Esta filosofía permitía explicar el misterio de la
Trinidad de una manera sorprendentemente fácil, aunque no exenta de problemas.
Basándose en el esquema de Plotino sobre
las hipóstasis (el Uno, el Intelecto y el Alma), Arrio consideró que esas
mismas hipóstasis, o realidades individuales subsistentes, se podían aplicar
respectivamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El problema surge cuando
vemos que las hipóstasis a las que se refieren los neoplatónicos se distinguen
entre sí, participan de una misma naturaleza pero mantienen relaciones de
subordinación. En fin, vayamos a la conclusión: el Hijo y el Espíritu Santo no
son sino emanaciones o productos del Padre que no pueden ser comparados con Él
y que carecen de Su naturaleza.
Dicho así, el discurso es lógico y
coherente, pero encierra un peligro grave que vacía de contenido la propia
encarnación de Cristo y por tanto su misión redentora.
Por lo que se refiere al dato de la
Escritura, Arrio ve confirmado su esquema en el pasaje del libro de los
Proverbios (8, 22) que se refiere a la Sabiduría: "El Señor me creó al
principio de sus tareas, antes de sus obras más antiguas". Cristo,
considerado como la Sabiduría de la que habla el Antiguo Testamento, es una
criatura de Dios, la primera de todas pero criatura al fin y al cabo, que
serviría como intermediario entre Dios y el resto de la creación.
Un análisis detenido de estas bases
argumentales nos lleva a resumir de esta manera las posiciones defendidas por
Arrio: hubo un tiempo en que el Hijo no existió, por tanto Dios fue siempre
Dios pero no siempre fue Padre; el Hijo no pertenece a la esencia del Padre
sino que es creado y producido; el Hijo es Dios por participación y no por
esencia.
La polémica no tardó en convertirse en
motivo de disputas entre diferentes sedes episcopales, justo cuando el
cristianismo había conseguido finalmente dejar de ser perseguido. El emperador
Constantino decidió actuar para poner fin a las disputas teológicas, no porque
estuviera especialmente interesado en la materia, ya que de teología sabía bien
poco, sino porque podrían suponer a la larga un motivo de desestabilización
social. Con razón.
Se convocó, por tanto, un sínodo
episcopal para aclarar los términos de la disputa, el llamado Concilio de
Nicea, en el año 325. Allí se definió que el Hijo fue engendrado por el Padre,
que procede de la esencia de Éste y que por tanto es Dios como Él. Y se empleó
un término que en un primer momento apaciguó los ánimos pero que sería motivo
de posteriores disputas: homooúsios (de la misma esencia-sustancia-naturaleza).
Llegados a este punto, alguien podría
preguntarse en qué manera afectaban estas afirmaciones a la doctrina y por qué
se desató semejante polémica. La respuesta viene en clave redentora, eje
fundamental de la teología cristiana: la salvación se produce a través de
Cristo, y son la consustancialidad con el Padre y Su participación en nuestra
humanidad lo que fundamenta Su potencia redentora. Si Cristo no fuera
plenamente hombre y plenamente Dios, no podría llevar a cabo la salvación,
puesto que sólo se salva lo que se asume (la humanidad) y sólo puede salvar
quien tenga potestad para ello (la divinidad).
El arrianismo no se extinguió tras el
Concilio de Nicea. Éste fue solamente un paso en el largo camino de explicación
del dogma cristológico y trinitario. Los partidarios de Arrio no aceptaron por
completo las determinaciones conciliares y siguieron defendiendo sus postulados,
acentuando más o menos alguno de sus puntos más controvertidos. La partición
del Imperio en dos a la muerte de Constantino, pensada en un primer momento
como instrumento para una mejor gobernabilidad, no ayudó a crear el clima
necesario para la unión política, cultural y religiosa.
Las tesis arrianas se difundieron de modo
especial en la parte oriental del Imperio. Fue allí donde los pueblos bárbaros
tomaron el primer contacto con el cristianismo, a través de misioneros
bizantinos arrianos. La posterior migración bárbara hacia el oeste haría
subsistir una herejía eminentemente oriental en los nuevos reinos constituidos
tras la caída del Imperio occidental. Sólo más tarde, una vez asentados
definitivamente en tierras que eran de tradición católica, abandonarían sus
creencias heterodoxas.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
Excelente artículo Juan Antonio. Claro, conciso y con un estilo propio que, a mi particularmente, me encanta. Y lo que más me gustaría es ver un libro tuyo sobre patrística e historia para público generalista, es decir, que igual lo podamos leer quienes nos estamos iniciando en la teología y la patrística, que el común de los mortales.
ResponderEliminarFelicitaciones de nuevo por el post.
Un abrazo.
Vamos, que con el arrianismo se montó "la de Dios es Cristo"
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