miércoles, 4 de abril de 2012

El arrianismo


Los pueblos bárbaros que entraron en la península ibérica a partir de los primeros años del siglo V no sólo contribuyeron a la forja de una nueva forma de organización política, con la creación de nuevos Estados, sino que desagarraron la unidad religiosa de la que hasta entonces había gozado el territorio. El arrianismo de suevos, vándalos, alanos y visigodos se vino a enfrentar a la ortodoxia católica predominante entre los hispano-romanos.

La unidad de la Iglesia, en lo doctrinal como en lo organizativo, ha sido desde los inicios del cristianismo más un deseo que una realidad. No se ha logrado aún satisfacer aquella petición que Cristo dirige al Padre en el Evangelio de San Juan: "Que todos sean uno" (Jn 17, 21). Cristo se refería explícitamente a la unión entre Dios y sus hijos e implícitamente, como recoge la tradición de las diferentes comunidades cristianas, a la unión de esos hijos entre sí. Si los autores sagrados hacen hincapié en la cuestión de la unidad, como vemos reflejado de una manera u otra en todos los libros del Nuevo Testamento, es porque ya en las primeras comunidades cristianas surgieron diferencias de mayor o menor calado. Esta tradición polémica y divisiva no es, por tanto, un fenómeno de épocas recientes -reforma protestante–, tampoco del Medievo –cisma de Oriente–.

Las controversias doctrinales no surgen espontáneamente; se deben, por lo general, a una serie de factores que, unidos, acaban por desatar crisis que afectan en mayor o menor medida al dogma y a la convivencia eclesial. Suele haber un sustrato filosófico que ofrece las categorías metodológicas y de pensamiento necesarias para la elaboración de nuevas doctrinas. Por lo demás, el contexto histórico, político, social suele ejercer una gran influencia, y su análisis nos permite comprender que en la mayoría de los casos las disputas son no sólo intelectuales sino políticas. Igualmente, es norma que surja un personaje que se erija como líder y como centro de la discusión.

Así ocurrió también con la crisis desatada por el arrianismo.

Alrededor del año 320, un sacerdote de Alejandría llamado Arrio comenzó a difundir una serie de ideas sobre Cristo que suscitaron fuerte polémica. Seguro de su doctrina u obcecado en su error, según se mire, no se retractó siquiera cuando fue acusado ante su obispo, Alejandro. Se le inició un proceso, se le condenó y se le apartó del ministerio. Encontró, no obstante, apoyo entre algunos obispos orientales, de manera que la polémica no sólo no se apagó sino que cobró fuerza y acabó desbordando los límites de la iglesia alejandrina.

Arrio afrontó, como muchos otros teólogos de su época, uno de los temas fundamentales del cristianismo: quién es realmente Jesucristo.

Para lograr una respuesta satisfactoria no cabe otra posibilidad que la de servirse de los datos que ofrece la Sagrada Escritura y de las categorías filosóficas que permiten el desarrollo de un discurso coherente y ordenado. Los primeros siglos del cristianismo coincidieron con el auge de la filosofía neoplatónica, uno de cuyos máximos representantes fue Plotino. Esta filosofía permitía explicar el misterio de la Trinidad de una manera sorprendentemente fácil, aunque no exenta de problemas.

Basándose en el esquema de Plotino sobre las hipóstasis (el Uno, el Intelecto y el Alma), Arrio consideró que esas mismas hipóstasis, o realidades individuales subsistentes, se podían aplicar respectivamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El problema surge cuando vemos que las hipóstasis a las que se refieren los neoplatónicos se distinguen entre sí, participan de una misma naturaleza pero mantienen relaciones de subordinación. En fin, vayamos a la conclusión: el Hijo y el Espíritu Santo no son sino emanaciones o productos del Padre que no pueden ser comparados con Él y que carecen de Su naturaleza.

Dicho así, el discurso es lógico y coherente, pero encierra un peligro grave que vacía de contenido la propia encarnación de Cristo y por tanto su misión redentora.

Por lo que se refiere al dato de la Escritura, Arrio ve confirmado su esquema en el pasaje del libro de los Proverbios (8, 22) que se refiere a la Sabiduría: "El Señor me creó al principio de sus tareas, antes de sus obras más antiguas". Cristo, considerado como la Sabiduría de la que habla el Antiguo Testamento, es una criatura de Dios, la primera de todas pero criatura al fin y al cabo, que serviría como intermediario entre Dios y el resto de la creación.

Un análisis detenido de estas bases argumentales nos lleva a resumir de esta manera las posiciones defendidas por Arrio: hubo un tiempo en que el Hijo no existió, por tanto Dios fue siempre Dios pero no siempre fue Padre; el Hijo no pertenece a la esencia del Padre sino que es creado y producido; el Hijo es Dios por participación y no por esencia.

La polémica no tardó en convertirse en motivo de disputas entre diferentes sedes episcopales, justo cuando el cristianismo había conseguido finalmente dejar de ser perseguido. El emperador Constantino decidió actuar para poner fin a las disputas teológicas, no porque estuviera especialmente interesado en la materia, ya que de teología sabía bien poco, sino porque podrían suponer a la larga un motivo de desestabilización social. Con razón.

Se convocó, por tanto, un sínodo episcopal para aclarar los términos de la disputa, el llamado Concilio de Nicea, en el año 325. Allí se definió que el Hijo fue engendrado por el Padre, que procede de la esencia de Éste y que por tanto es Dios como Él. Y se empleó un término que en un primer momento apaciguó los ánimos pero que sería motivo de posteriores disputas: homooúsios (de la misma esencia-sustancia-naturaleza).

Llegados a este punto, alguien podría preguntarse en qué manera afectaban estas afirmaciones a la doctrina y por qué se desató semejante polémica. La respuesta viene en clave redentora, eje fundamental de la teología cristiana: la salvación se produce a través de Cristo, y son la consustancialidad con el Padre y Su participación en nuestra humanidad lo que fundamenta Su potencia redentora. Si Cristo no fuera plenamente hombre y plenamente Dios, no podría llevar a cabo la salvación, puesto que sólo se salva lo que se asume (la humanidad) y sólo puede salvar quien tenga potestad para ello (la divinidad).

El arrianismo no se extinguió tras el Concilio de Nicea. Éste fue solamente un paso en el largo camino de explicación del dogma cristológico y trinitario. Los partidarios de Arrio no aceptaron por completo las determinaciones conciliares y siguieron defendiendo sus postulados, acentuando más o menos alguno de sus puntos más controvertidos. La partición del Imperio en dos a la muerte de Constantino, pensada en un primer momento como instrumento para una mejor gobernabilidad, no ayudó a crear el clima necesario para la unión política, cultural y religiosa.

Las tesis arrianas se difundieron de modo especial en la parte oriental del Imperio. Fue allí donde los pueblos bárbaros tomaron el primer contacto con el cristianismo, a través de misioneros bizantinos arrianos. La posterior migración bárbara hacia el oeste haría subsistir una herejía eminentemente oriental en los nuevos reinos constituidos tras la caída del Imperio occidental. Sólo más tarde, una vez asentados definitivamente en tierras que eran de tradición católica, abandonarían sus creencias heterodoxas.
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2 comentarios:

  1. Excelente artículo Juan Antonio. Claro, conciso y con un estilo propio que, a mi particularmente, me encanta. Y lo que más me gustaría es ver un libro tuyo sobre patrística e historia para público generalista, es decir, que igual lo podamos leer quienes nos estamos iniciando en la teología y la patrística, que el común de los mortales.

    Felicitaciones de nuevo por el post.

    Un abrazo.

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  2. Vamos, que con el arrianismo se montó "la de Dios es Cristo"

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