La presencia del Imperio romano en
Hispania quedó muy mermada tras las usurpaciones y guerras civiles que se
desarrollaron en la primera década del siglo V. En el año 411, tres de los
pueblos bárbaros que penetraron en la península para colaborar con alguna de
las partes en conflicto se repartieron la práctica totalidad del territorio.
Las fuentes que han llegado hasta
nosotros hablan de una distribución por sorteo. La historiografía moderna no
logra ponerse de acuerdo sobre el papel desempeñado en tal reparto por la
maltrecha autoridad romana, ilegítima por más señas en aquel momento. Los
autores contemporáneos tanto nativos como extranjeros –principalmente Orosio,
Hidacio, Olimpiodoro y Sozomeno– aportan noticias contradictorias. Lo cierto es
que la repartición respetó la organización territorial en que estaba dividida
la diocesis Hispaniarum: los vándalos asdingos se quedaron con la Gallaecia
occidental; los suevos, con la parte oriental de la misma, la correspondiente a
la zona atlántica; la Bética fue a parar a manos de los vándalos silingos y los
alanos, por su parte, obtuvieron las provincias Cartaginense y Lusitana.
La suerte que corrió cada uno de estos
pueblos fue desigual; los únicos que perduraron fueron los suevos.
La colaboración visigoda en la
restauración de la autoridad romana legítima en Hispania no se vio traducida en
posesiones territoriales. Ello se debió, seguramente, a los estrechos vínculos
políticos, militares e incluso familiares entre el Imperio legítimo y los
visigodos. Las fuentes de la época nos informan de la intención de los
visigodos de crear un Estado propio que con el tiempo pudiera ocupar el lugar
de Roma. No obstante, parece que la situación en la segunda década del siglo V
no era la más adecuada para aventurarse en una empresa de tal calibre. Tras la
muerte de Alarico en el sur de Italia, su sucesor Ataúlfo, sin renunciar al
proyecto de crear un reino autónomo, decidió que la mejor manera de obtener
beneficios para su pueblo era colaborar con el Imperio. Se casó con Gala
Placidia, hermana del emperador Honorio y parte del botín obtenido en el saqueo
de Roma del año 410, y por lo que parece comenzó a negociar con el Imperio el
puesto que dentro de él iban a ocupar los visigodos. Esta estrecha relación con
Roma no satisfizo a parte de su gente, y Ataúlfo fue asesinado en Barcelona en
una conspiración dirigida por Sigerico, que a su vez sería eliminado pocos días
más tarde.
Comenzaba así la larga historia de
traiciones y asesinatos que caracterizaría la política visigoda.
Walia, hermano de Ataúlfo, se hizo con el
poder y continuó la política de colaboración con el Imperio. Participó en el
restablecimiento, aunque frágil, del poder romano en Hispania eliminando a los
alanos y a los vándalos silingos y presionando para eliminar a Máximo, el
usurpador. No obstante, por el momento la presencia visigoda en la península se
limitó a la colaboración con Roma. Un nuevo tratado (año 418) entre Walia y el
Imperio estableció la retirada de los visigodos y su asentamiento como pueblo
federado en Aquitania a partir del 419.
Se ha especulado mucho acerca de esta
decisión. Hay quienes la explican por el temor del emperador Honorio a seguir
alimentando una fiera que pudiera arrebatarle lo que le quedaba de Hispania,
argumento un tanto débil, puesto que cedió el control sobre Aquitania. La causa
más probable es que a Roma le interesara más, en aquel momento, asegurar la
inestable frontera gala del Imperio, desplazada cada vez más hacia el sur. Las
amenazas provenían no sólo de otros pueblos germánicos, sino sobre todo de los
llamados begaudas. No se conoce con exactitud la naturaleza de este movimiento
que amenazaba la estabilidad social, política y económica del Imperio. Se
trataba de forajidos que se asociaban en bandas para buscar el sustento del que
les habían privado las sucesivas crisis políticas y económicas. Los daños que
provocaban eran ingentes, tanto económica como socialmente hablando. El Imperio
tenía ante sí un nuevo frente que decidió finiquitar por la vía militar
sirviéndose, en el caso galo, de la colaboración visigoda.
Volvemos a ver presencia visigoda en
Hispania en el año 422, en una campaña militar romana que pretendía restablecer
el control sobre la península pero que resultó ser un fracaso gracias, en
parte, a la falta de apoyo efectivo por parte de Teodorico I, sucesor de Walia,
que no simpatizaba con los romanos tanto como éste. Roma se tuvo que contentar
con la derrota de Máximo, que fue apresado y ajusticiado en Rávena pero vio
cómo su poder efectivo en Hispania se limitaba, ya irremediablemente, a una
presencia casi testimonial en la cada vez más exigua Tarraconense. Los suevos y
los vándalos asdingos se hicieron con el poder efectivo del resto de la
península a partir de entonces, mientras que los visigodos siguieron siempre de
cerca lo que acontecía en Hispania, a la espera de poder encontrar el momento
adecuado para satisfacer sus ansias de expansión.
La decadencia del Imperio seguía su
curso, agudizada, ciertamente, por la incapacidad de sus gobernantes y las
rencillas internas. Tras la muerte de Honorio, y después de guerrear contra el
usurpador Juan, Valentiniano III fue nombrado emperador de Occidente en el año
425. Roma se resignaba de nuevo a una figura débil, manejada por los mandos
militares y sin criterio para atajar la grave crisis en que se debatía.
La situación no era menos caótica en la
península ibérica: a la falta de autoridad imperial se añadieron las continuas
guerras, primero entre vándalos y suevos y más tarde entre suevos y las no
siempre exitosas alianzas romano-visigodas. Los visigodos aprovecharon la
coyuntura y fueron dando los pasos necesarios para expandir los límites de un
reino, el de Aquitania, que ya se les quedaba pequeño.
Este proceso no fue sencillo. El juego
limpio, siempre infrecuente en política, se hace imposible en momentos de
crisis políticas graves. Los visigodos tenían enfrente a un Imperio moribundo,
lo cual facilitaba en parte las cosas, pero también tenían competidores con sus
mismos objetivos. A esto se unía su afición por las intrigas palaciegas, que
explican en buena medida que en pocas décadas se sucedieran en el trono cuatro
reyes, tres de ellos hermanos. Teodorico I murió en combate, durante la batalla
de los Campos Cataláunicos –ejemplo de cómo Roma sabía luchar contra unos
bárbaros aliándose con otros–. Su hijo y sucesor, Turismundo, reinó sólo dos
años: fue asesinado en una conspiración propiciada por sus propios hermanos. Le
sucedió uno de ellos, Teodorico II, que sería también asesinado años más tarde
por el único hermano que le quedaba, Eurico. Un mejor y más sano traspaso de
poderes habría asentado mucho más el régimen visigodo, pero seguramente habría
sido mucho pedir a quienes estaban forjando un reino con un Imperio en
descomposición como referente.
Eurico, al menos, supo aprovechar la
ocasión del derrumbamiento definitivo del Imperio de Occidente y se apropió sin
gran esfuerzo de la mayor parte de la península ibérica, salvo los territorios
controlados por los suevos y pequeñas zonas del norte dominadas por astures y
vascones –los vándalos habían abandonado la península en el año 429 con
dirección al norte de África–. Logró así configurar uno de los reinos más
extensos tras la caída del Imperio Romano de Occidente, y ser considerado el
primer rey visigodo de España.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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