El
saqueo de Roma de finales de agosto del año 410 fue uno de esos sucesos que
marcan la Historia de un modo transcendental. No fue una sorpresa, se vio venir
desde tiempo atrás, pero supuso una tremenda convulsión.
Nadie ignoraba el proceso de descomposición
en que se encontraba el Imperio desde hacía muchas décadas. La antiguamente
todopoderosa Roma se estaba encogiendo territorialmente y, peor aún,
moralmente. Pueblos otrora extraños al Imperio se habían ido introduciendo en
él paulatinamente, habían ido encontrando un lugar en el que satisfacer sus
necesidades básicas y también sus ambiciones políticas. Los visigodos fueron
uno de ellos.
Sobre el origen y la expansión de los
pueblos bárbaros existen no pocas incertidumbres, y las explicaciones que se han
ofrecido durante muchos años se han presentado muy ideologizadas. Generalmente
se ha afirmado que los bárbaros no eran sino grupos étnicos diferenciados y coherentes, unidos por una herencia
cultural, histórica y genética común. Se trata de la tesis que más éxito ha
logrado en la historiografía clásica, y aún pervive en eso que suele llamarse imaginario popular. Sin embargo, en
Historia las cosas nunca se presentan de una manera tan clara, y por tanto se
debe rehuir del término tesis y
recurrir a uno más humilde: hipótesis.
No se trata de claudicar y renunciar a un conocimiento cada vez más exhaustivo
de los hechos, tampoco de rebatir posiciones simplemente porque provienen de
otros ambientes culturales. Conviene dudar de todo, no por escepticismo estéril
sino por honestidad intelectual.
La historiografía clásica de origen
germánico presenta una visión de las invasiones bárbaras demasiado mitificada,
ideologizada y partidista. Al agotamiento, anquilosamiento y corrupción del
Imperio contrapone la savia nueva, joven y dinámica de los pueblos germánicos.
Esta visión de la Historia parece sugerir que tales pueblos irrumpieron en el
mundo romano de la noche a la mañana y sacudieron de tal modo sus estructuras
que acabaron con él en cuestión de décadas. Las cosas, sin embargo, sucedieron
de modo bien distinto.
¿Quiénes fueron realmente los bárbaros?
Nadie se llama a sí mismo bárbaro. Es
un nombre que se aplica a alguien que no se ajusta a un determinado patrón.
Bárbaros, en la Grecia clásica, eran todos aquellos que no eran griegos: parece
una frase banal, pero contiene una carga ideológica importante. Algo similar
sucede en el caso de Roma: bárbaro es todo pueblo que se encuentra más allá de
las fronteras. A medida que el Imperio se fue extendiendo, los que antes habían
sido considerados bárbaros (hispanos, galos, etc.) pasaron a ser romanos. La romanización fue
homogeneizando todo, aunque sin anular necesariamente características propias
de los diferentes pueblos.
Los pueblos germánicos, que se fueron
haciendo cada vez más fuertes durante los siglos IV y V, tampoco escaparon a
este proceso. También ellos fueron romanizados, en mayor o menor medida.
Adoptaron el latín, ya decadente pero lengua común del Imperio al fin y al
cabo. El cristianismo pasó a ser la religión de todos ellos, bien es cierto que
unos se incorporaron a la ortodoxia y otros no –resulta curioso que una herejía
de origen oriental como el arrianismo perviviera durante mucho más tiempo en
Occidente gracias a alguno de los reinos bárbaros que se crearon tras la caída
del Imperio–. La romanización también alcanzó, por supuesto, a la estructura de
gobierno, el sistema legal –con variaciones significativas pero en sintonía con
la tradición romana–, la composición social y un largo etcétera, que incluye
los más variados aspectos económicos, militares y culturales.
¿En qué medida, por tanto, podemos hablar
de bárbaros? Encontramos, en el fondo, muy pocas diferencias entre bárbaros y
romanos. Roma siguió colonizando culturalmente incluso en su etapa final.
Un ejemplo de lo dicho hasta ahora lo
constituye el pueblo visigodo. Utilizamos el término visigodos por convención
aun a sabiendas de que se trata de un anacronismo. Las fuentes de la época se
refieren a ellos como godos y en las anteriores al siglo V aparecen como theruingi y greuthungi, los dos grupos más importantes dentro del conglomerado
de tribus y grupos étnicos diferentes y en constante transformación que
conformó el pueblo godo. Sólo más tarde se crearon dos términos, visigodos y ostrogodos, para identificar, respectivamente, a los que se
asentaron en zonas más occidentales y más orientales.
Es muy probable que su origen remoto se
sitúe en la zona meridional de Escandinavia, aunque no existen pruebas que lo
demuestren. Sí podemos afirmar que se configura como entidad compuesta de
grupos étnicos diferentes en la Dacia, actual Rumanía, durante el siglo IV.
Jordanes, uno de los historiadores godos más importantes, nos informa acerca de
la grave amenaza a la que se vieron sometidos por parte de los hunos. Este
peligro provocó que su relación con el Imperio Romano se afianzara aún más. Se
les concedió la posibilidad de trasladarse más al sur y se instalaron en las
regiones de Tracia y Moesia, aprovechando la defensa natural del Danubio. Los
visigodos, a cambio de estas concesiones, se fueron comprometiendo a acatar las
leyes romanas, a servir militarmente a Roma como federados y a completar su
proceso de conversión al cristianismo.
Las alianzas en épocas de gran convulsión
son inestables; la larga serie de conflictos y reconciliaciones entre los
visigodos y el Imperio se prolongó hasta la caída de este último. Buscando unas
veces protección, otras veces el propio interés, los visigodos fueron
realizando una lenta pero continuada migración
hasta llegar no sólo a las puertas sino al interior de la misma Roma,
profanando lo que era ya sólo simbólicamente el corazón del Imperio.
Tras esta larga marcha, sembrada más de
triunfos, aunque imperfectos, que de fracasos, se instalaron en el sur de
Galia, donde fundaron su propio reino con el beneplácito de la moribunda Roma.
Lograron materializar de este modo el objetivo por el que habían luchado desde
hacía décadas todos sus reyes, comenzando por Alarico. La presión de otros
bárbaros provocaría en la segunda mitad del siglo V que abandonaran los
territorios galos sobre los que gobernaban y se trasladaran a la península
ibérica. Se iniciaba así la lenta transición de la Hispana romana a la España
visigoda.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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