El 11 de febrero de 1929 los
representantes del Reino de Italia, el primer ministro Benito Mussolini, y la
Santa Sede, el cardenal secretario de Estado Pietro Gasparri, firmaron los
Pactos Lateranenses. Con la creación del Estado vaticano se ponía fin a la
llamada cuestión romana, surgida décadas atrás, cuando, durante su
reunificación, Italia empezó a anexionarse territorios de los Estados
Pontificios, incluida la misma Roma (septiembre de 1870).
El poder político o temporal de la sede
apostólica, materializado en el gobierno sobre una serie de territorios cuya
extensión iría variando a lo largo del tiempo, se remonta al siglo IV. La
iglesia de Roma había ido adquiriendo desde los primeros tiempos del cristianismo
una cierta posición de preponderancia sobre las demás iglesias locales,
esparcidas por todo el Imperio. Esta primacía, que hasta entonces se había
limitado por lo general a cuestiones doctrinales y de organización interna,
alcanzó lo político a partir de Constantino el Grande, y en concreto tras la
publicación del llamado Edicto de Milán, que, por cierto, ni era un edicto ni
fue emitido en Milán... En realidad, se trató de una carta que Licinio, augusto
de Oriente, y Constantino, augusto de Occidente, enviaron a los gobernadores
provinciales en junio del año 313.
El referido documento ordenaba el cese de
cualquier tipo de persecución contra los cristianos y reconocía a éstos
libertad de culto. Representó, por tanto, un paso decisivo respecto al edicto
de Galerio del año 311, que preveía sólo el cese de las persecuciones
anticristianas por motivos de clemencia o de oportunidad política y que no tuvo
el éxito esperado, ya que tras la muerte de Galerio, aquel mismo año, Maximino
Daya continuó ensañándose con pasión y eficacia, especialmente con las iglesias
de Egipto.
Constantino y Licinio fueron más allá y
prescribieron también la restitución a las comunidades cristianas de los bienes
que les hubieran sido confiscados. Sancionaron, por tanto, su existencia como
entidades corporativas amparadas por el derecho.
Es cierto que la crítica moderna ha
reducido la importancia que durante siglos se ha concedido al mal llamado
Edicto de Milán y a la iniciativa personal de Constantino a favor del culto
cristiano, pero no cabe duda de que su gobierno –principalmente cuando se hizo
con el poder absoluto del Imperio, a partir del año 326– supuso el impulso
definitivo para el cambio radical que experimentó el cristianismo en términos
sociales, económicos y políticos.
Pronto aparecieron escritores cristianos
que se encargaron de difundir lo que consideraban buen hacer de Constantino. Es
el caso, entre otros muchos, de Eusebio de Cesarea en Oriente y de Lactancio en
Occidente. Pero junto a las fuentes literarias fiables surgieron, como suele
suceder particularmente en los momentos históricos de gran transcendencia,
numerosos escritos apócrifos, atribuidos falsamente a algún personaje de
prestigio. Muchos se perdieron; otros, como veremos, lograron pasar por
auténticos y obtuvieron un éxito bastante considerable.
El llamado Liber Pontificalis –o Libro de
los Papas– consiste en una serie de informaciones biográficas de los obispos de
Roma desde el primero de ellos, san Pedro, hasta Esteban V (885-886). Su valor
histórico es innegable, y constituye una de las fuentes principales para
conocer la historia de los primeros siglos del cristianismo. No obstante, como
toda fuente historiográfica, ha de ser estudiado con cautela, contrastando lo
que en él aparece con otras fuentes y testimonios. Es el fruto de diferentes
compilaciones y agregaciones, por lo cual es imposible datarlo y, menos aún,
establecer autorías, máxime cuando gran parte de su redacción se debe a
oficiales internos de la sede apostólica. Obviamente, los contenidos referentes
a los primeros siglos carecen del rigor historiográfico que cabría exigir a una
fuente autorizada. Así, en la sección dedicada al papa Silvestre, cuyo
pontificado se extiende entre los años 314 y 335, se recoge la denominada
Donación de Constantino.
El Constitutum Constantini se trata, en
realidad, de un documento apócrifo en forma de carta dirigida por Constantino
al papa Silvestre, a sus sucesores en la sede romana y a todos los obispos
católicos del mundo, que por medio de la misma quedaban sujetos a la autoridad
del obispo de Roma.
La carta se divide en dos partes: una
profesión de fe y la donación propiamente dicha. El emperador concede al Papa y
a sus sucesores poder, dignidad e insignias imperiales, además de la soberanía
perpetua "sobre Roma, las provincias y las ciudades de toda Italia o de
las provincias occidentales". Una versión posterior del texto reemplazó la
conjunción o por y, cargada de una marcada intencionalidad política expansiva.
El texto original adjudica también a Roma la primacía sobre el resto de los
patriarcados: Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén.
Existen aún serias dudas acerca de la
fecha de su composición –hacia el año 850 es ya conocida y aceptada como
verdadera en Galia– , así como del lugar en que se hizo, bien Roma, bien la
abadía de Saint-Denis, cerca de París.
La falta de autenticidad del documento
fue puesta en evidencia ya en el s. XV por parte de Eneas Silvio Piccolomini,
futuro Pío II, a quien siguieron diversos humanistas, como Reinaldo Pecock, Nicolás
de Cusa y Lorenzo Valla, que demostraron la falsedad de la Donación de
Constantino con la ayuda de la crítica textual y literaria, así como con
numerosos testimonios históricos.
No obstante, el éxito de la falsificación
fue grande y logró el objetivo que se marcaba: sostener la libertad y la
independencia eclesiástica de la sede romana frente al poder civil. No sólo fue
incluida en diversos textos legales, sino que sirvió como argumento en la Edad
Media para los defensores del poder temporal del papado, como Arnaldo de
Brescia, Guillermo de Ockam o Marsilio de Padua.
Lógicamente, el nacimiento del nuevo
Estado, como tendremos oportunidad de ver en otro artículo, se debió a otras
causas no apócrifas sino de índole bien diferente, en las que intervinieron
numerosos factores, principalmente políticos.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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