Imaginemos
la historia de la comunicación escrita a modo de calendario. El 1 de enero
correspondería al inicio de la escritura, en Sumeria; el códice aparecería en
septiembre; Gutenberg, a finales de noviembre; internet, el 31 de diciembre a
mediodía, y el libro electrónico, poco antes de dar las uvas.
Es
un modo fiel y sugerente de presentar esa historia, pero ya sabemos que la
cronología no lo es todo. Afrontar la historia de la comunicación escrita no es
tarea sencilla, pues intervienen muchos elementos que no necesariamente se
suceden en el tiempo: autor, escritura, soporte físico, edición, distribución,
difusión, lector.
Existen
diferentes modos de elaborar una historia del libro. Podemos limitarnos al
soporte físico y estudiar las tablillas de arcilla, los papiros, las hojas de
palma, el pergamino, el papel o los circuitos internos de los dispositivos
electrónicos. Podemos detenernos en la forma y analizar los rollos o los
códices o las pantallas de los e-books. Podemos atender también a la escritura
y a la caligrafía, bien manuscrita, bien impresa. Podemos, finalmente, estudiar
el tipo de lector, el destinatario del complejo proceso de transmisión escrita
de cualquier tipo de conocimiento.
El
problema es cuando queremos hacer todo eso en poco más de doscientas páginas.
Eso sí, magníficamente ilustradas.
El
autor entiende por libro cualquier tipo de objeto material que sirva para
transmitir conocimiento. Cabe de todo en una definición tan vaga, y es un punto
de partida excelente para hablar de lo que queramos sin forzar el
planteamiento: encuentran acomodo tanto los Rollos del Mar Muerto como una
tarjeta de crédito, ya que ambos son realidades materiales y transmiten
información; por no hablar del arte, que transmite múltiple información y que
precede al origen mismo de la escritura –recuerdo sobre este particular una
eterna discusión: el llamado arte rupestre, ¿es arte, es escritura, ambas
cosas, ninguna?–.
Lo
importante, en todo caso, es que el lector de esta obra que presento sepa que
los conceptos sociedad de información y sociedad de comunicación, aunque de
cuño moderno, existen desde hace milenios. A medida que avanza la técnica, como
es lógico, se aceleran, se universalizan y perfeccionan, pero la transmisión
escrita de ideas individuales y colectivas nace con el primer código de
escritura.
Volviendo
al libro, no obstante, hay que decir que el autor se defiende bastante bien y
traza en modo oportuno el proceso de evolución desde las tablillas cuneiformes
mesopotámicas al último modelo de libro electrónico. A veces se sale del guión,
y es cuando deja aflorar algún que otro prejuicio ideológico y religioso.
La
obra está dividida en cinco capítulos, que abarcan todo el arco temporal que he
señalado anteriormente. Dependiendo de sus gustos, el lector podrá, por
ejemplo, iniciar el viaje en Mesopotamia, saltar al Extremo Oriente, darse una
vuelta por el Mediterráneo clásico, conocer lo que queda de la cultura escrita
de la América precolombina, adentrarse en el problema de los derechos de autor
y hacerse una idea de lo complejo que es el proceso de edición de una obra.
Lo
más destacable de este libro es la parte dedicada a la presentación de los
diferentes tipos de soporte material y todo aquello que técnicamente conllevan;
digamos, el aspecto meramente físico. Se nos presentan muchos ejemplos de
verdaderas obras de arte e ingenios tecnológicos, vamos descubriendo los
sucesivos pasos que median entre la simple transmisión de ideas y el placer de
aprender deleitando la vista, apreciando no sólo el contenido sino el
continente. De las técnicas más rudimentarias al perfeccionamiento de la
escritura, de la edición limitada propia de épocas tecnológicamente menos
avanzadas a la difusión ingente e inmediata que proporciona internet...
El
espacio dedicado a esos capítulos abarca la mayor parte de la obra. El resto se
ocupa de aspectos estrechamente ligados a la historia del libro como tal pero
que invaden otros campos de estudio. El estudio que se hace del lector,
destinatario final de todo proceso de comunicación escrita, no satisface por
completo, se deja llevar por muchos prejuicios y no parece haber recogido la
riqueza que ofrecen otras obras, ya clásicas, que han tratado este asunto, como
la Historia de la lectura en el mundo occidental. Tampoco acierta el autor, en
mi opinión, en el examen que realiza del impacto social que necesariamente
provoca la difusión del conocimiento. No creo que sea honesto descargar sobre
una única comunidad religiosa, casualmente la católica, todas las culpas
relativas a la censura, las prohibiciones y las persecuciones –parece que
todavía hay quien piensa que la Ginebra de Calvino o el Londres de Enrique VIII
tras su ruptura con Roma, por nombrar sólo dos ejemplos, fueron islas donde
realmente se pudieron gustar en plenitud la libertad y el respeto a todo tipo
de ideas y la tasa de alfabetización superaba incluso el 100%–.
Resulta
muy interesante, en cambio, la exposición acerca de la propiedad intelectual.
Más allá del debate actual, es curioso ver cómo surge la exigencia de tutelar
los derechos del autor y del editor –los del lector parece que nunca han
importado tanto–. Igualmente, es todo un placer, permítaseme la ironía, volver
a recordar cómo la piratería no ha nacido con internet, cómo desde siempre ha
habido polémica no ya acerca del derecho sobre la copia, sino sobre la propia
idea; ya Cervantes la sufrió en sus carnes; recuerden cómo, en el capítulo 63
de la segunda parte, Don Quijote descubre en una imprenta de Barcelona nada
menos que la falsa segunda parte de sus propias historias, escrita por un autor
que no llega a identificar.
Háganse
con éste u otro libro similar, abundan en el mercado, en todos encontrarán
carencias o insuficiencias pero todos les ofrecerán la posibilidad de sentirse
parte de esta larga historia del libro, que acompaña al hombre desde sus
orígenes.
MARTYN
LYONS: BOOKS, A LIVING HISTORY. Thames & Hudson (Londres), 2011, 224
páginas.
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Publicado en el Suplemento Libros de Libertad Digital
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