jueves, 23 de febrero de 2012

Julián Marías: una vida ejemplar


En cualquier otra nación de Occidente, Julián Marías habría sido importado y exportado como bien de primera necesidad. Aquí, no. Aquí somos expertos en el dudoso arte de etiquetar y aún más en el injusto de archivar.


Muchos ignorantes, para los que seguramente la filosofía no es más que una asignatura cada vez más devaluada en los pésimos planes de estudio que sufrimos desde hace decenios, lamentan que España no tenga tradición filosófica propia. Otros, menos ignaros pero igual de arrogantes que los anteriores, reducen a tres, a lo sumo cuatro, el número de nuestros filósofos; casualmente son los más recientes, como si la filosofía española hubiera empezado con Unamuno. No es éste momento ni lugar para hacer una síntesis de la tradición filosófica española, que claro que existe y es muy antigua, sino para comentar el más reciente libro sobre uno de nuestros autores contemporáneos más importantes, honestos y olvidados, esto último quizás por haber sido precisamente tan honesto.

Seis años después de la muerte de su maestro, Rafael Hidalgo publica no una biografía de Julián Marías, sino un retrato, que es algo similar pero no exactamente lo mismo. Este modo de afrontar el recuerdo de alguien es más personal, más íntimo, más cercano y a la vez más crítico. No inventa nada, el libro está lleno de referencias a las memorias que publicó el propio Marías, pero sí interpreta su vida, a mi juicio muy acertadamente, sobre la base de seis arquetipos que definen al autor de España inteligible como un hombre íntegro: el filósofo, el enamorado, el acusado, el amigo, el patriota y el creyente. Mucho para un hombre, pensarán algunos cuando lean el índice; poco, añado yo, para lo que habría podido ser si a lo largo de su vida no hubiera tenido tanto mezquino a su alrededor.

Julián Marías ha sido definido por muchos como un gran ensayista. Curiosa palabra que dice todo y nada. El ensayo no deja de ser un género literario caracterizado por el relajamiento que proporciona la ausencia de aparato crítico, por tanto cualquiera puede ser ensayista, incluso si habla de un tema insustancial y lo hace con un estilo zafio. La cuestión será por tanto el contenido de lo publicado. En el caso de Marías, el tema de sus escritos fue siempre eminentemente filosófico. Podrá objetarse a esto, lo admito, que no todos sus artículos periodísticos y libros versaron sobre cuestiones filosóficas; dependerá, entonces, de lo que se entienda por filosofía. Quienquiera que haya leído algo de nuestro autor, por poco que sea, sabrá que la filosofía lo abarca todo, lo alcanza todo en él, porque la filosofía no es sino algo particularmente vital. Dedicó toda su vida a ser amante de la sabiduría, esto es, a aclararse y a aclararnos en qué consiste la realidad, quiénes somos, cómo debemos actuar y qué podemos esperar. Sabiduría no simplemente abstracta, sino sobre todo práctica, en constante tensión con la vida cotidiana, la personal como la social. Sabiduría que contempla la verdad y el amor como ejes de la vida humana. Sabiduría siempre por alcanzar, siempre por satisfacer. Se situaba así no ya únicamente en la línea de Ortega, su inmediato maestro, sino en la más clásica de la historia de la filosofía, la de Sócrates, Platón, Séneca, San Agustín, para quienes la filosofía o se traducía en vida o no lo era. Y lo hizo siempre pensando en un público amplio, escribió para todos, no sólo para iniciados.

Esta supuesta banalización de la filosofía –que para algunos modernos sólo lo es si se expresa en modo enrevesado y a ser posible en alemán– lo convierte para muchos en mero ensayista y no en un verdadero filósofo.

El primer lugar en el que puso en práctica esa filosofía vital fue en la familia. Dolores, su mujer, constituyó siempre su gran apoyo, fue quien dotó de sentido su existencia, y cuando murió su vida cambiaría radicalmente. Sólo su profunda fe religiosa y el apoyo de amigos y familiares le animaron a proseguir, a no rendirse. Más dura fue para él esa pérdida que todo lo que hubo de sufrir a causa de su rectitud moral y la lealtad a sus principios. El ostracismo al que se vio sometido tras la guerra civil no hizo mella en su ánimo. La cercanía al que probablemente haya sido el único socialista español honrado, Julián Besterio, con quien colaboró en el caótico y cainita Madrid de la guerra, le supuso no sólo una injusta estancia en la cárcel tras la victoria del bando nacional, sino el apartamiento de la universidad y de la vida pública. Así pagó por no adherirse a más causa que la de los propios principios cuando vio los excesos perniciosos en que incurrían ambos bandos.

Lejos de amargarse o, peor aún, cambiar de chaqueta, se refugió en lo que daba sentido a su vida: sus valores. El tiempo le daría la razón –sólo en parte– y sería convocado a participar en el nacimiento del nuevo orden político tras la muerte de Franco. En aquel momento, como senador por designación real, pudo proponer sus ideas con relativo éxito. Pacientemente, sin estridencias, manteniéndose siempre independiente, siendo leal al nuevo régimen pero fiel sólo a sus principios, colaboró en el debate constitucional. Algunas de sus intervenciones deberían conocerse mejor, por ejemplo la que tuvo por eje la inclusión del concepto de nación española en el texto de la Constitución, que extrañamente –¡cuántos complejos!– no aparecía en el anteproyecto. No fue jamás hombre de partido, seguramente por el amor que tenía a la libertad, ésa que la disciplina política acaba siempre cercenando. Se sintió siempre liberal y democrático, por ese orden, ya que

una democracia desprovista de un fundamento liberal tiende a obrar como un instrumento totalitario [y porque] el poder de la mayoría se ha utilizado en ocasiones como herramienta de aplastamiento de las minorías o como coartada para conculcar los derechos humanos.

Fue, finalmente, un gran y buen creyente. Ni siquiera los excesos de la Iglesia tras la guerra civil, en pleno apogeo franquista, lograron apartarle de su fe en Dios y de su adhesión al catolicismo. Frente a quienes le querían hacer ver lo absurdo de seguir perteneciendo a una Iglesia en la que muchos de sus miembros adulteraban y manipulaban el mensaje cristiano y se dejaban llevar por la corriente, Marías respondía que no era él quien sobraba: ¡que se vayan ellos!, exclamaba. Se comprende así el inmenso gozo que supuso para él poder participar en una de las sesiones del Concilio Vaticano II, que rejuvenecía y renovaba la Iglesia, así como colaborar con Juan Pablo II en el nacimiento del Pontificio Consejo para la Cultura. Concilió perfectamente fe y razón, sin contraponerlas, dando a cada una de ellas el puesto que les corresponde.

Julián Marías vivió una vida en plenitud y dejó un legado que ha de ser conocido y conservado. Por eso es aconsejable la lectura de este libro, introducción perfecta para quienes aún no lo conozcan debidamente; surgirá en ellos la necesidad de aproximarse a él, de disfrutar de la lectura de sus obras y de dejarse formar por quien hizo de su vida

una existencia acabada, cargada de sentido, volcada en la continuidad y enriquecimiento de una cultura que nos identifica como sociedad y nos eleva como personas, que nos conduce hacia el verdadero progreso, el de ser más.


RAFAEL HIDALGO: JULIÁN MARÍAS. RETRATO DE UN FILÓSOFO ENAMORADO. Madrid (Rialp), 2011, 230 páginas.

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