Desde 1949, cada dos años tiene lugar la reunión de
los jefes de Gobierno de los 54 países que conforman la Commonwealth. Este año
se celebró a finales de octubre en la ciudad australiana de Perth, y el primer
ministro británico, David Cameron, aprovechó para anunciar su propósito de emprender una
serie de reformas constitucionales relacionadas con el derecho de sucesión.
A causa
del sistema legal británico –carente de una Carta Magna o Constitución al modo
continental–, las reformas deberán realizarse con cautela, revisando un sinfín
de leyes, decretos y normas que han ido promulgándose a lo largo de la
historia. Además, deberán ser aprobadas por los Parlamentos de los dieciséis países
de los que Su Graciosa Majestad es soberana.
La
primera de ellas se refiere a la discriminación por motivo de género:
"Aboliremos la norma de la primogenitura masculina, de modo que en el
futuro el orden de sucesión deberá ser determinado simplemente por el orden de
nacimiento, y hemos acordado aplicar esta norma a todos los descendientes del
Príncipe de Gales". Por si alguien no entendía esta propuesta –el mundo
anglosajón parece haber perdido capacidad de raciocinio–, inmediatamente la
explicó con un ejemplo: "Si el Duque y la Duquesa de Cambridge tienen una
niña pequeña [sic], esa niña será un día nuestra reina".
La otra
propuesta de reforma se refiere a la eliminación de otra discriminación no
menos importante: "En segundo lugar, hemos decidido abolir la norma que
establece que quien se case con un católico no puede ser monarca".
"Permítanme ser claro –volvía a acotar el primer ministro, esta vez no en
modo pueril sino bastante inexacto–, el monarca debe estar en comunión con la
Iglesia de Inglaterra porque es cabeza de esa Iglesia. Pero es sencillamente
erróneo que se le niegue la posibilidad de casarse con un católico si desea
hacerlo. Después de todo, ya es libre de casarse con alguien de cualquier otra
religión".
Si esta
segunda propuesta se convierte en ley, algo que ya se da por seguro, ningún
miembro de la familia real británica incluido en la línea de sucesión tendrá
que renunciar a sus derechos por casarse con alguien de confesión católica, ni
este alguien deberá renunciar a su fe para evitar que su futuro cónyuge
sea apartado de los derechos dinásticos.
Hasta
aquí, todo claro. Se elimina una aberración jurídica e histórica según la cual
sólo los católicos –no los ortodoxos, los protestantes, los judíos, los hindúes,
los musulmanes o los fieles de cualquier otra religión, o los simplemente ateos–
interferían de manera decisiva en los derechos dinásticos de la monarquía británica.
David Cameron podría haber concluido su propuesta con la primera frase; movido,
no obstante, por su afán pedagógico, continuó explicitando la propuesta... y ahí
se complicó todo. Al reafirmarse y no tenerse intención de cambiar el estado
actual de las cosas, según el cual el monarca británico debe estar en comunión
con la Iglesia de Inglaterra, de la cual es cabeza, no sólo se permite que siga
habiendo una discriminación contra los católicos (y en este caso contra
cualquier fiel de otra confesión que no sea la anglicana) en lo referente a la
sucesión, sino que se niega al rey o a la reina de turno uno de los derechos
fundamentales y elementales de toda persona: el derecho a profesar libremente
la religión que desee.
El
problema tiene una solución sencilla: separar los dos encargos y dejar por un
lado el trono británico y por otro el gobierno supremo de la Iglesia de
Inglaterra. Se da el caso, además, de que el monarca británico es titular del
trono del Reino Unido y de otros quince estados más, pero es cabeza únicamente
de la Iglesia de Inglaterra –que es sólo una parte del Reino Unido–, no de la
de Escocia, o de la de Nigeria, o de la de Jamaica, o de la de Papúa Nueva
Guinea.
Desde
hace décadas, los monarcas británicos asisten a los oficios de un templo
perteneciente a la Iglesia de Escocia, no a la de Inglaterra, cuando disfrutan
de sus vacaciones en Balmoral. La reina Victoria tuvo que salir al paso de las
críticas cuando fue acusada no sólo de frecuentar la liturgia de otra Iglesia
diferente a la inglesa, sino de comulgar en y con ella; se justificó diciendo
que, como reina de Escocia que era, tenía también derecho a asistir al culto de
esa otra iglesia nacional. ¿Qué ocurriría si el templo en cuestión pasara mañana
a formar parte de la Iglesia Católica? ¿Se llevaría la actual reina Isabel a un
capellán desde Inglaterra o se quedaría sin poder manifestar comunitariamente
su fe –a este punto, dudo ya si anglicana, protestante o del grupo mixto–; o,
como señalan algunos, se acercaría a la Iglesia Católica,
por la que parece que cada día siente más afinidad?
El
movimiento ecuménico presenta pocos problemas teológicos que no puedan ser
superados –recuérdense cómo se fueron superando las polémicas doctrinales
durante los primeros siglos del cristianismo–, pero se enfrenta a otros de carácter
histórico, social y político que lo hacen, por el momento, inviable. No sólo la
cuestión de la autoridad o del primado del obispo de Roma que ya señalara el
propio Pablo VI en 1967 –"El Papa, lo sabemos
bien, es sin duda el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo"–, y
que podríamos aplicar, mutatis mutandis, al caso del soberano británico,
sino el rechazo acrítico por parte de las Iglesias separadas de Roma, ya sea en
1054, durante el Cisma de Oriente, ya sea tras la Reforma protestante, a todo
aquello que suene a católico o a papista –como prefieren en aquellos ambientes–.
Si el
rey de Inglaterra pretende terminar con cualquier tipo de discriminación, que
comience por explicar el sentido de uno de sus títulos, Fidei Defensor,
y renuncie bien al título, bien al artículo determinado que precede al
sustantivo fe en la traducción vernácula del mismo.
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