jueves, 10 de noviembre de 2011

Italia: una unificación imperfecta y turbulenta



Se afirma, no sin razón, que existen los italianos pero no existe Italia. El Risorgimento, al fin y al cabo, no habría logrado más que unificar políticamente una serie de territorios muy diferentes entre sí y que en realidad compartían una sola cosa: su situación geográfica subalpina.

La República Italiana celebra este año, no sin polémica, el 150º aniversario de la creación del Reino de Italia. El 17 de marzo de 1861, en Turín, se aprobaba la ley número 4671 del Reino de Cerdeña, que pocos días después se convertiría en la ley número 1 del Reino de Italia:
El Senado y la Cámara de los Diputados han aprobado; nosotros hemos sancionado y promulgamos cuanto sigue: Artículo único: El Rey Vittorio Emanuele II asume para sí y para sus Sucesores el título de Rey de Italia (...).
De este modo nacía un nuevo Estado nacional. El Risorgimento lograba un éxito importante, casi toda la península italiana y sus islas se unificaban bajo una misma entidad política. Aún quedaba mucho por hacer y la configuración definitiva de las fronteras no se lograría hasta después de la II Guerra Mundial.

Esa primera ley fue un error más que contribuyó a la confusión: que el rey de la nueva nación conservara el ordinal que le correspondía como monarca de su antiguo reino daba a entender que, más que una unificación o una reunificación, de lo que se trataba era, en realidad, de una anexión. El deseo piamontés de crear una sola nación no habría sido negativo si hubiera predominado el interés común y no el ansia del propio Piamonte de prevalecer sobre el resto de Estados implicados. Poco a poco todos ellos fueron parte del nuevo reino; pero unos más que otros.

Mención especial merece el caso del Reino de las Dos Sicilias, que fuera territorio borbónico. Siguiendo la particular genética de su dinastía, el titular de tal corona, Francisco II, no opuso demasiada resistencia y dejó que las fuerzas de la Italia unida se apropiaran del territorio. Fue una anexión en toda regla, por mucho que pretendan manipular la historia los defensores de Garibaldi y demás facinerosos. El Norte masón y liberal –en el sentido menos noble de la palabra– contra el Sur católico y conservador. Las riquezas del reino de Nápoles sirvieron para financiar los gastos que habían causado las campañas militares. Comenzaba así un saqueo que duraría décadas; es más, que sigue ahí. Expolio que comprendió no sólo las riquezas y los recursos naturales, también la mano de obra, lo que permitió al Norte alcanzar unos niveles de desarrollo y riqueza que quedaron, así, vedados para el Sur. Con la unificación se cambiaron los papeles y surgió, inevitablemente, un conflicto que aún perdura y del que forma parte la famosa questione meridionale, de imposible solución y de carácter más ideológico que económico.

Más tarde, con el bochornoso episodio de la Brecha de Porta Pia, el 20 de septiembre de 1870 llegaría la anexión de Roma. A los Estados Pontificios no les quedaba más remedio que ceder ante lo inevitable y opusieron, por tanto, una resistencia simbólica, que salvara el honor y ahorrara víctimas innecesarias. Podría decirse que el papa, Pío IX, ocupado por entonces en la celebración del Concilio Vaticano I, dejó prácticamente entreabiertas las puertas de la ciudad para que el invasor tomara posesión de la que sería a partir de entonces capital del reino de Italia sin causar demasiados estragos.

Pero una victoria tan sencilla no apagaba la sed de hazañas de los nuevos italianos. Decidieron no forzar la puerta ante la que acampaban y en su lugar abrieron una brecha en las murallas para entrar triunfalmente en la caput mundi. Casualmente, todo hay que decirlo, porque eran revolucionarios pero no estúpidos, decidieron abrir el boquete en una zona en la que no se dañara la desaparecida Villa Bracciano –hoy sede de la embajada británica–, propiedad de la familia Torlonia, uno de cuyos miembros, Leopoldo, llegaría a ser alcalde de la ciudad años más tarde. La brecha material de Porta Pia, restaurada años más tarde, no importó tanto cuanto la grieta que se creó entre el nuevo Estado y la Iglesia, que tardaría muchos años en cerrarse, concretamente hasta 1929, con la firma de los Pactos Lateranenses, con Mussolini al frente del Gobierno.

El Estado italiano experimentó variaciones hasta mediados de la década de 1940, en que fijó sus fronteras definitivamente. Tras la I Guerra Mundial logró, como botín, los territorios de Trentino-Alto Adige, Venecia-Julia e Istria. Tras la II Guerra Mundial perdió lo que tenía en la Dalmacia, salvo Trieste. Irónicamente, el establecimiento de las fronteras definitivas coincidió con el fin de la Monarquía.

El Reino de Italia desapareció tras el referéndum de 1946. La innoble Casa de Saboya pagaba así su nefasto concubinato con el fascismo. Tocaba, entonces, refundar Italia, y para ello se promulgó una nueva Constitución, cuyo curioso artículo primero mereció pronto comentarios satíricos, cuando no ofensivos: "Italia es una República democrática fundada en el trabajo"; "de los demás", añaden con sorna los propios italianos.

El propio carácter de los italianos, sus profundas diferencias idiosincrásicas y el caos institucional, que campa a sus anchas desde los Alpes hasta Sicilia, han impedido que una nación con gran potencial económico y cultural haya encontrado su sitio entre las principales del mundo. Pertenece, sí, al G7 –si esto es motivo de orgullo–, pero podría haber sido un motor de Europa, al mismo nivel de Alemania, Francia o el Reino Unido, si no hubiera tenido la desgracia de soportar, incluso ahora, a una casta política que en lugar de velar por el interés de todo el país se ha dedicado al clientelismo y al provincianismo (término más adecuado que el de nacionalismo porque no implica, por lo general, cuestiones políticas secesionistas, a excepción de la reivindicación de la Padania por parte de la Liga Norte).

Los festejos del aniversario y los patrióticos discursos pronunciados en los actos oficiales podrían despertar la conciencia de unidad que tanto necesita el país. No obstante, tan noble y necesaria tarea no interesa o no importa. La indolencia sea quizás el vicio más extendido en una nación que ocupa el territorio de quienes a lo largo de la historia dieron a Occidente algunos de sus tesoros más preciados en los campos de la política, la religión, el derecho y el arte.

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sábado, 5 de noviembre de 2011

¿Tolerancia o indiferencia?

"An appeaser is one who feeds a crocodile—hoping it will eat him last."

W. Churchill



Churchill, afortunadamente, no fue un hombre de paz y se opuso a la política de apaciguamiento, tolerancia llamaríamos hoy, que permitió que Hitler campara por sus anchas durante demasiado tiempo. Seguramente hoy le llamarían fascista o le desearían la muerte, como a tantas otras personas que se resisten a lo "políticamente correcto".

Sobre el tema de la tolerancia ya escribí hace unos meses, ahora vuelvo sobre él tras haber leído la reciente reseña escrita por un conocido periodista español sobre una publicación de obligada lectura Islamophobia. La tolerancia es el mayor vicio y el cáncer más peligroso que afecta a las sociedades occidentales actuales, más peligrosa que la crisis económica pues ésta tarde o temprano pasará. La tolerancia, sin embargo, amenaza con quedarse entre nosotros como valor máximo de la pestífera corrección política.

Las raíces de Occidente, otro tema que desata todo tipo de juicios tolerantes, se encuentran en la tradición judeocristiana. Los apaciguadores actuales de los que hablaba Churchill se niegan a ello, seguramente por ignorancia y no pocas dosis de resentimiento, para dar espacio a otra tradición que con Occidente no ha hecho más que colisionar desde su nacimiento, el islam.

Mostrando, por tanto, el rechazo al concepto de tolerancia pero usándolo para rebajarme al nivel de quienes lo defienden, cabría preguntarse entonces dónde están sus límites. ¿Hemos de permitir, como sugiere el tolerante arzobispo de Canterbury, que en ciertos barrios de Londres se acabe implantando la sharia? Conmigo que no cuenten ni él, ni otras autoridades religiosas, incluidas las católicas -refugiadas en un falso y adulterado diálogo interreligioso-, ni políticos mediocres de cualquier tendencia.

En italiano existe un término que podría aplicarse perfectamente a la actitud occidental actual: menefreghismo, que podríamos traducir como pasotismo, indiferencia absoluta ante un determinado problema o situación. Sólo reaccionamos cuando nuestra pequeña parcela (material o ideológica) se ve amenazada, mientras tanto, todo vale.

Solamente una regeneración intelectual podrá frenar los excesos de la ignorancia tolerante y volver a ser lo que éramos, con nuestros vicios y nuestras virtudes, pero conscientes de nuestra tradición y nuestros principios, aquellos por los que tantas personas lucharon e incluso entregaron sus vidas, dejando a éstas en un segundo plano porque valoraron más la entrega y el sacrificio a tantas causas nobles en favor de su sociedad.


Memoria histórica alemana



Sólo caben dos posiciones ante una tiranía: o apoyarla o intentar derrocarla. Mostrarse neutral, en el fondo, equivale a sostenerla; eso sí, con un agravante: la cobardía.



A partir de 1963, con la aparición de la obra de teatro El vicario, se fue creando una leyenda negra sobre Pío XII y su supuesta neutralidad o inacción ante la Shoah. Calumniar a la Iglesia es siempre rentable, se consiguen titulares periodísticos y se alcanza una cierta fama entre quienes intentan, en vano, encontrar argumentos que, deslegitimándola, puedan acabar con ella

Los grandes, ya sean individuos o instituciones, no necesitan defensa, hablan por ellos sus obras. Aun así, es necesario explicar los hechos tal y como ocurrieron a una opinión pública frecuentemente aturdida por el ruido de la malicia y la falta de rigor. Pío XII se salva a sí mismo por todo lo que hizo, dijo y escribió contra el nazismo. Pero por si no bastara se puede acudir al testimonio de muchas personas, incluidos historiadores y políticos coetáneos, católicos y judíos, que reconocieron sus esfuerzos para frenar la epidemia nazista. La desclasificación completa de los documentos de su pontificado que se custodian en el Archivo Secreto Vaticano se encargará del resto; por el momento sólo es posible la consulta hasta Pío XI, su predecesor, aunque Juan Pablo II, en modo excepcional, permitió el acceso al fondo de la "Oficina de Información Vaticana. Prisioneros de Guerra (1939-1947)", del que ya empiezan a salir datos que desmienten las insidias que dieron origen a esa leyenda negra.

A diferencia de la del resto de potencias aliadas, la oposición al nazismo por parte de la Iglesia surgió antes del inicio de la guerra. No fue, además, una oposición hecha sólo desde el exterior de Alemania, sino que contó con la colaboración, el esfuerzo y la sangre de muchos cristianos alemanes contrarios a la ideología criminal de Hitler. Este aspecto, ignorado durante mucho tiempo, es precisamente uno de los objetivos del libro que nos ocupa.

En el imaginario colectivo existe aún la idea de que todos los alemanes eran nazis, o que al menos mostraban una culpable resignación ante el régimen. Numerosos historiadores han ido purificando esa auténtica memoria histórica y siguen saliendo a la luz estudios sobre la oposición interna al nazismo. No surgió como movimiento meramente político –los partidos habían dejado de existir como tales hacía tiempo–, tampoco a modo de rebelión militar –los intentos de asesinato del Führer fueron escasos y por lo general abocados al fracaso desde su misma planificación–. La oposición al nazismo nació, precisamente, en el ámbito cristiano.


Fueron las iglesias, principalmente la católica y en menor medida la protestante, quienes sostuvieron la lucha contra la ideología y los desenfrenos nazistas. Conviene anotar, para seguir purificando la memoria, que fue en el ámbito católico donde Hitler encontró siempre menos apoyo para su causa. Basta contrastar los mapas que muestran por un lado la distribución confesional cristiana y por otro los resultados electorales obtenidos en julio de 1932 por el partido nacionalsocialista en cada una de las circunscripciones. Casualmente, el mayor número de votantes nazis se concentró en las áreas protestantes. El dato no es simplemente curioso, señala con claridad el rechazo que suscitó Hitler entre los católicos; rechazo que, como puede suponerse, surgió en buena medida de la enseñanza transmitida por la propia jerarquía católica.

A través de una narración que recuerda el estilo de las actas de los mártires de los primeros siglos, el autor presenta la semblanza de seis personajes: cinco hombres y una mujer; cinco católicos y un protestante; cuatro alemanes y dos extranjeros; tres murieron asesinados por los nazis, uno falleció en prisión después de la guerra tras caer en manos del otro régimen gemelo al nazismo; los otros dos sobrevivieron al terror. Todos ellos eran cristianos, y tres ya han sido beatificados.

El cardenal Clemens August von Galen se nos presenta como ejemplo de pastor que vela y se deja poco a poco la vida por su rebaño. Su férrea oposición al nazismo se basa en motivos no solamente ideológicos, que también, sino principalmente de índole ética y moral. Sus homilías y cartas pastorales, distribuidas dentro y fuera de Alemania, influyeron decisivamente en la vida y el pensamiento de tantos católicos que o bien no cayeron en las trampas del nazismo o bien supieron escapar de ellas tras escuchar las denuncias del llamadoLeón de Münster. Wilm Hosenfeld, el capitán a quien la película de Polanski El pianista hizo famoso muchos años después de su muerte, es el prototipo de alemán arrepentido que reacciona contra el régimen cuando comprende el alcance de la aberración que supone su ideología criminal. Franz Jägerstätter fue un campesino austriaco que, tras negarse a cumplir el servicio militar por motivos religiosos, aceptó la muerte física por evitar la espiritual. El joven diácono Karl Leisner vio en un campo de concentración cumplida su vocación de ser sacerdote. En cuanto a Helmuth James von Moltke, único protestante del elenco, miembro de la nobleza prusiana y gran intelectual, perteneciente al Círculo de Kreisau, fue condenado no por motivos políticos sino por el gran delito de atentar contra la sacrosanta religión neopagana nazista que pretendía suplantar al cristianismo. Por último pero no en último lugar tenemos a Irena Sendler, polaca, que salvó la vida de numerosos niños del gueto de Varsovia y padeció torturas y ostracismo.

A estos seis testigos ejemplares de la fe podría sumarse un séptimo, colectivo, la suma de todos aquellos que, desde sus convicciones religiosas, revivieron bajo el nazismo la pasión de los primeros mártires, cuyo testimonio permitió no sólo la difusión del cristianismo en los primeros siglos, sino la demostración de que vale la pena vivir y morir por unos ideales que sitúan al hombre como digna imagen de Dios.




JOSÉ M. GARCÍA PELEGRÍN: CRISTIANOS CONTRA HITLER. LibrosLibres (Madrid), 2010, 174 páginas.

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viernes, 4 de noviembre de 2011

La primera mujer de Enrique VIII


La biografía probablemente sea uno de los géneros más difíciles. Encontrar el equilibrio entre los dos extremos más habituales, la hagiografía y la difamación, no es fácil. Cuando además el biografiado ha desempeñado un papel clave en alguno de los momentos más decisivos de la Historia, el éxito pocas veces se alcanza.



El periodista inglés Giles Tremlett ha logrado una semblanza muy bien hilvanada de Catalina de Aragón, protagonista no precisamente secundaria de una serie de acontecimientos que condujeron no sólo a una nueva escisión eclesial, sino a uno de los períodos de mayor inestabilidad política y social en Inglaterra y en toda Europa. El difícil equilibrio biográfico lo ha conseguido a través de una narración dinámica que no renuncia a lo imprescindible: la consulta de numerosas fuentes en los principales archivos españoles e ingleses y de la bibliografía más importante sobre la época.



Catherine of Aragon, en cualquiera de sus soportes –digital y papel–, carece de aparato bibliográfico. No obstante, siguiendo una práctica cada vez más extendida entre los editores anglosajones, y no exenta de incomodidad para el lector, la editorial se ha ocupado de alojar las notas y la bibliografía, de consulta y descarga gratuitas, en su página web. Sería de agradecer que la traducción española, prevista para este otoño*, se adecuara a los gustos editoriales patrios, y que se corrigieran los escasos errores metodológicos que afean este buen texto.

La vida de Catalina se enmarca en una época en la que España contaba, y mucho. Su matrimonio con el príncipe de Gales forma parte del plan de los Reyes Católicos para afianzar la influencia y la presencia de España en el ámbito internacional. La norma tradicional entre las monarquías, no solamente la española, era acordar enlaces con miembros de distintas casas reales: era una de las mejores maneras de hacer política y establecer alianzas. A Catalina, hija menor de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, le tocó Inglaterra. En aquel tiempo, como bien destaca nuestro autor, Inglaterra era un país emergente, para utilizar un término actual, vago aunque elocuente. Su presencia en el escenario internacional era notable, pero aún de segundo nivel; no había alcanzado la mayoría de edad y se movía siempre entre las dos grandes potencias del momento: España y Francia. Fue precisamente Enrique VIII, heredero de la corona inglesa tras la muerte de su hermano, quien situó a Inglaterra en una posición de mayor importancia en Europa; la ascensión al grado de potencia mundial, tras el descubrimiento de América y el desarrollo de la navegación, fue cosa de sus sucesores.

Enrique VIII obtuvo numerosos éxitos... y creó no pocos problemas en los ámbitos social y religioso, dentro y fuera de Inglaterra. El mayor de ellos, la creación de una iglesia nacional, no se debió a cuestiones religiosas sino particulares. Por mucho que se empeñe la tradición anglicana a la hora de justificar el cisma, no vale apelar a la conciencia del rey, que pidió a Roma, sin éxito, la anulación de su matrimonio con Catalina por los escrúpulos que le produciría el vivir en pecado, dado que había desposado a la mujer de su hermano. Al principio habría servido la excusa, no después de 24 años de matrimonio. El motivo real fue bien distinto y bastante ajeno a cuestiones espirituales: su deseo de tener descendencia masculina –de su matrimonio con Catalina sólo sobrevivió una hija, la futura reina María I– y su pasión por Ana Bolena.

A diferencia de esta última, nunca popular y a la que el pueblo describía con palabras no aptas en horario infantil y que Tremlett no tiene reparos en reproducir, Catalina fue amada y apreciada. Fue difícil olvidar el amor y la dedicación que sintió por su tierra de adopción, el valor y la inteligencia que mostró, por ejemplo, durante su breve período como regente, en el que cosechó más éxitos militares que su marido en sus campañas contra Francia.


Catalina hizo gala de su integridad moral –o tozudez, según se mire– a lo largo de toda su vida, pero sobre todo una vez que su matrimonio con Enrique VIII entró en fase de descomposición. Lejos de amedrentarse o buscar una salida de escena discreta, fue fiel a su compromiso político y matrimonial y, sin renunciar a su fe católica, se decidió a plantar cara y resistir hasta donde pudiera. Estos capítulos del volumen quizás sean los más logrados, auténtica historia novelada. Repudiada por su marido y despojada del título de reina consorte, Catalina rechazó cualquier solución que pasara por violar el vínculo matrimonial, que ella consideraba válido y por supuesto sagrado. Fuera por el amor que Enrique le profesó siempre, fuera por el miedo del rey a la reacción de las demás potencias de la época si ésta hubiese sido ajusticiada, lo cierto es que Catalina murió en su cama y no en la Torre de Londres.

Pudiendo haber elegido entre la paz y la guerra, prefirió la primera. La Historia no juzga, se limita a analizar y a tratar de explicar los acontecimientos, por tanto es inútil especular sobre lo que habría sucedido si Catalina hubiera optado por la segunda posibilidad. Es cierto que en ningún caso habría evitado el derramamiento de sangre que los conflictos religiosos generados por el capricho personal de Enrique VIII produjeron en los decenios siguientes, tanto durante el resto del reinado de éste como en los de sus tres hijos, hermanastros entre sí, que le sucedieron: Eduardo, María e Isabel. En todo caso, sea el lector de este buen libro el que decida y juzgue, ahí sí en modo legítimo, sobre la vida de la hija de Isabel que más se pareció a su madre.


GILES TREMLETT: CATHERINE OF ARAGON, HENRY'S SPANISH QUEEN: A BIOGRAPHY. Faber and Faber (Londres), 2010, 352 páginas.
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Publicado en el Suplemento Libros de Libertad Digital
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*La traducción española del libro aparecerá publicada por la editorial Crítica en abril.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La revolución institucionalizada


Hay quienes tienen la virtud de ir haciendo amigos por la vida. Si nuestro autor no ha tenido suficiente con la polémica suscitada por una de las entradas del Diccionario Biográfico Español, añade ahora un poco más de leña al fuego con este ensayo sobre los orígenes de España.

Cierto es que en esta ocasión no levantará tanta polvareda porque a la progresía patria generalmente le interesa solamente su Historia y vive tranquila confiada en el éxito del adoctrinamiento al que ha sometido a la sociedad española durante las últimas décadas. Todo lo sucedido antes de la llegada de la II República interesa poco y vende menos.

Este último libro de la amplia bibliografía de Luis Suárez no es de fácil lectura. A la complejidad del tema se añade el modo en que ha querido presentar los contenidos. Aunque a simple vista la división en cuatro bloques principales y una generosa introducción pudiera parecer razonable y metodológicamente correcta, la repetición de ideas y argumentos es continua. Además carece de un aparato crítico que en estos casos no dificulta la lectura, antes bien la facilita y le otorga una credibilidad mayor –el argumento de autoridad sirve hasta cierto punto incluso en el caso de autores consagrados. Esta carencia es suplida en parte por una orientación bibliografía crítica, que evita dejar desamparado al lector ante la disparidad de opiniones que lógicamente genera el tema tratado. El volumen carece también de índices, algo excusable en el caso de una obra de divulgación general, que no es el caso por mucho que se empeñe la publicidad editorial. Es de esperar que en futuras ediciones se subsanen las deficiencias metodológicas y se corrijan ciertos errores que seguramente se deban a una edición hecha con prisas (v.g., por mucha admiración que el autor sienta por la persona y el nombre de Isabel I de Castilla no creo que ignore que la primera reina de Inglaterra no se llamó como ella, Isabel, sino María, nieta, precisamente, de la reina Católica). Estas deficiencias empañan sólo en parte un magnífico repaso de un período crucial de la Historia de España.

Dejo a un lado la eterna discusión de si la España moderna es fruto de la unificación de los diferentes reinos que se fueron formando en la península durante el período de la Reconquista o bien no es más que la continuación de esa memoria histórica española que sitúa la raíz de su legitimidad en el concierto de servicios militares de los visigodos en el año 418 como si se tratara de un traspaso del poder heredado de Roma. La cuestión no es baladí y en el libro se encuentran argumentos que podrían sostener ambas posturas. Interesa, no obstante, el proceso por el cual nace el sistema político, social, religioso y cultural que durará hasta las décadas de tránsito hacia el siglo XIX, lo que se conoce como Antiguo Régimen.

En los cimientos de este sistema no se encuentran, en sentido estricto, los Reyes Católicos. Ellos fueron término de llegada, no punto de partida, de un proceso que comenzó a mediados del siglo XIV a partir de la llamada revolución Trastámara. Fue precisamente una revolución lo que dio origen a la creación de un sistema político diverso al que hasta entonces había dominado el panorama ibérico. Revolución que en nada se parece al concepto que de ella predican actualmente quienes gustan de ocupar plazas y lanzar proclamas absurdas y violentas aunque sutilmente disfrazadas de paz perpetua. Según Suárez, “tenemos cierta tendencia a considerar que las revoluciones son movimientos que proceden del fondo de la sociedad, quizás porque damos especial importancia a los actos de violencia de que suelen acompañarse. Pero en realidad una revolución, acto de ruptura, acaece cuando un sector de la sociedad se ha elevado hasta un punto que entiende que las estructuras políticas deben cambiar a fin de que a él corresponda asumir la potestad política”.

En nuestro caso, revolución que sustituyó a unos actores políticos caducos por otros de nueva planta, con ideales renovados. Revolución que cambió el modo de entender las relaciones entre los estamentos. Revolución que modernizó la manera de entender la economía y el comercio. Revolución que puso las bases de un primer sistema de separación de poderes, sui generis, pero real. Revolución, en definitiva, que se institucionalizó, como suele ocurrir siempre, pero en esta ocasión con éxito duradero.

La política, sin embargo, no lo es todo. Encauza y dirige, en cierto modo, la vida de la sociedad, pero no la determina totalmente. A ella se unen por una parte la religión y por otra la cultura. Es difícil entender la importancia de la primera; quizás baste para ello sustituir el actual sistema de creencias laicista por aquel al que suplantó en los inicios de la llamada edad contemporánea. Si en nuestros tiempos y en Occidente no se entiende, justamente, que la religión se sitúe detrás de cada una de las acciones políticas, sociales y culturales, lo mismo ocurría, a la inversa y en modo más o menos drástico, en tiempos del Antiguo Régimen. Lo que ahora, seguramente en modo acrítico y malicioso, se entiende como injerencia, entonces era considerado como algo habitual, es más, lógico y necesario.

A este tipo de mitos y a estas realidades, ya sean políticos –revolución Trastámara, ordenamiento jurídico–, religiosos –prohibición, que no expulsión, de judíos y musulmanes, reformas eclesiásticas, Inquisición– o culturales –humanismo hispano, florecimiento de la literatura– hace referencia el subtítulo del libro. La eliminación de tanto prejuicio y la sustitución de tanta Historia mal contada son necesarias para una correcta interpretación de las causas y los procesos que constituyeron lo que hoy conocemos como España. Es difícil para muchos pensar que hay algo anterior a la década de 1930, precisamente ahí radica la importancia y la virtud del libro de Suárez.

LUIS SUÁREZ: EN LOS ORÍGENES DE ESPAÑA: MITOS Y REALIDADES. Ariel (Barcelona), 2011, 398 páginas.
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Publicado en el Suplemento Libros de Libertad Digital.