miércoles, 28 de marzo de 2012

España: la llegada de los visigodos


La presencia del Imperio romano en Hispania quedó muy mermada tras las usurpaciones y guerras civiles que se desarrollaron en la primera década del siglo V. En el año 411, tres de los pueblos bárbaros que penetraron en la península para colaborar con alguna de las partes en conflicto se repartieron la práctica totalidad del territorio.

Las fuentes que han llegado hasta nosotros hablan de una distribución por sorteo. La historiografía moderna no logra ponerse de acuerdo sobre el papel desempeñado en tal reparto por la maltrecha autoridad romana, ilegítima por más señas en aquel momento. Los autores contemporáneos tanto nativos como extranjeros –principalmente Orosio, Hidacio, Olimpiodoro y Sozomeno– aportan noticias contradictorias. Lo cierto es que la repartición respetó la organización territorial en que estaba dividida la diocesis Hispaniarum: los vándalos asdingos se quedaron con la Gallaecia occidental; los suevos, con la parte oriental de la misma, la correspondiente a la zona atlántica; la Bética fue a parar a manos de los vándalos silingos y los alanos, por su parte, obtuvieron las provincias Cartaginense y Lusitana.

La suerte que corrió cada uno de estos pueblos fue desigual; los únicos que perduraron fueron los suevos.

La colaboración visigoda en la restauración de la autoridad romana legítima en Hispania no se vio traducida en posesiones territoriales. Ello se debió, seguramente, a los estrechos vínculos políticos, militares e incluso familiares entre el Imperio legítimo y los visigodos. Las fuentes de la época nos informan de la intención de los visigodos de crear un Estado propio que con el tiempo pudiera ocupar el lugar de Roma. No obstante, parece que la situación en la segunda década del siglo V no era la más adecuada para aventurarse en una empresa de tal calibre. Tras la muerte de Alarico en el sur de Italia, su sucesor Ataúlfo, sin renunciar al proyecto de crear un reino autónomo, decidió que la mejor manera de obtener beneficios para su pueblo era colaborar con el Imperio. Se casó con Gala Placidia, hermana del emperador Honorio y parte del botín obtenido en el saqueo de Roma del año 410, y por lo que parece comenzó a negociar con el Imperio el puesto que dentro de él iban a ocupar los visigodos. Esta estrecha relación con Roma no satisfizo a parte de su gente, y Ataúlfo fue asesinado en Barcelona en una conspiración dirigida por Sigerico, que a su vez sería eliminado pocos días más tarde.

Comenzaba así la larga historia de traiciones y asesinatos que caracterizaría la política visigoda.

Walia, hermano de Ataúlfo, se hizo con el poder y continuó la política de colaboración con el Imperio. Participó en el restablecimiento, aunque frágil, del poder romano en Hispania eliminando a los alanos y a los vándalos silingos y presionando para eliminar a Máximo, el usurpador. No obstante, por el momento la presencia visigoda en la península se limitó a la colaboración con Roma. Un nuevo tratado (año 418) entre Walia y el Imperio estableció la retirada de los visigodos y su asentamiento como pueblo federado en Aquitania a partir del 419.

Se ha especulado mucho acerca de esta decisión. Hay quienes la explican por el temor del emperador Honorio a seguir alimentando una fiera que pudiera arrebatarle lo que le quedaba de Hispania, argumento un tanto débil, puesto que cedió el control sobre Aquitania. La causa más probable es que a Roma le interesara más, en aquel momento, asegurar la inestable frontera gala del Imperio, desplazada cada vez más hacia el sur. Las amenazas provenían no sólo de otros pueblos germánicos, sino sobre todo de los llamados begaudas. No se conoce con exactitud la naturaleza de este movimiento que amenazaba la estabilidad social, política y económica del Imperio. Se trataba de forajidos que se asociaban en bandas para buscar el sustento del que les habían privado las sucesivas crisis políticas y económicas. Los daños que provocaban eran ingentes, tanto económica como socialmente hablando. El Imperio tenía ante sí un nuevo frente que decidió finiquitar por la vía militar sirviéndose, en el caso galo, de la colaboración visigoda.

Volvemos a ver presencia visigoda en Hispania en el año 422, en una campaña militar romana que pretendía restablecer el control sobre la península pero que resultó ser un fracaso gracias, en parte, a la falta de apoyo efectivo por parte de Teodorico I, sucesor de Walia, que no simpatizaba con los romanos tanto como éste. Roma se tuvo que contentar con la derrota de Máximo, que fue apresado y ajusticiado en Rávena pero vio cómo su poder efectivo en Hispania se limitaba, ya irremediablemente, a una presencia casi testimonial en la cada vez más exigua Tarraconense. Los suevos y los vándalos asdingos se hicieron con el poder efectivo del resto de la península a partir de entonces, mientras que los visigodos siguieron siempre de cerca lo que acontecía en Hispania, a la espera de poder encontrar el momento adecuado para satisfacer sus ansias de expansión.

La decadencia del Imperio seguía su curso, agudizada, ciertamente, por la incapacidad de sus gobernantes y las rencillas internas. Tras la muerte de Honorio, y después de guerrear contra el usurpador Juan, Valentiniano III fue nombrado emperador de Occidente en el año 425. Roma se resignaba de nuevo a una figura débil, manejada por los mandos militares y sin criterio para atajar la grave crisis en que se debatía.

La situación no era menos caótica en la península ibérica: a la falta de autoridad imperial se añadieron las continuas guerras, primero entre vándalos y suevos y más tarde entre suevos y las no siempre exitosas alianzas romano-visigodas. Los visigodos aprovecharon la coyuntura y fueron dando los pasos necesarios para expandir los límites de un reino, el de Aquitania, que ya se les quedaba pequeño.

Este proceso no fue sencillo. El juego limpio, siempre infrecuente en política, se hace imposible en momentos de crisis políticas graves. Los visigodos tenían enfrente a un Imperio moribundo, lo cual facilitaba en parte las cosas, pero también tenían competidores con sus mismos objetivos. A esto se unía su afición por las intrigas palaciegas, que explican en buena medida que en pocas décadas se sucedieran en el trono cuatro reyes, tres de ellos hermanos. Teodorico I murió en combate, durante la batalla de los Campos Cataláunicos –ejemplo de cómo Roma sabía luchar contra unos bárbaros aliándose con otros–. Su hijo y sucesor, Turismundo, reinó sólo dos años: fue asesinado en una conspiración propiciada por sus propios hermanos. Le sucedió uno de ellos, Teodorico II, que sería también asesinado años más tarde por el único hermano que le quedaba, Eurico. Un mejor y más sano traspaso de poderes habría asentado mucho más el régimen visigodo, pero seguramente habría sido mucho pedir a quienes estaban forjando un reino con un Imperio en descomposición como referente.

Eurico, al menos, supo aprovechar la ocasión del derrumbamiento definitivo del Imperio de Occidente y se apropió sin gran esfuerzo de la mayor parte de la península ibérica, salvo los territorios controlados por los suevos y pequeñas zonas del norte dominadas por astures y vascones –los vándalos habían abandonado la península en el año 429 con dirección al norte de África–. Logró así configurar uno de los reinos más extensos tras la caída del Imperio Romano de Occidente, y ser considerado el primer rey visigodo de España.
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miércoles, 21 de marzo de 2012

Las invasiones bárbaras


El saqueo de Roma de finales de agosto del año 410 fue uno de esos sucesos que marcan la Historia de un modo transcendental. No fue una sorpresa, se vio venir desde tiempo atrás, pero supuso una tremenda convulsión.

Nadie ignoraba el proceso de descomposición en que se encontraba el Imperio desde hacía muchas décadas. La antiguamente todopoderosa Roma se estaba encogiendo territorialmente y, peor aún, moralmente. Pueblos otrora extraños al Imperio se habían ido introduciendo en él paulatinamente, habían ido encontrando un lugar en el que satisfacer sus necesidades básicas y también sus ambiciones políticas. Los visigodos fueron uno de ellos.

Sobre el origen y la expansión de los pueblos bárbaros existen no pocas incertidumbres, y las explicaciones que se han ofrecido durante muchos años se han presentado muy ideologizadas. Generalmente se ha afirmado que los bárbaros no eran sino grupos étnicos diferenciados y coherentes, unidos por una herencia cultural, histórica y genética común. Se trata de la tesis que más éxito ha logrado en la historiografía clásica, y aún pervive en eso que suele llamarse imaginario popular. Sin embargo, en Historia las cosas nunca se presentan de una manera tan clara, y por tanto se debe rehuir del término tesis y recurrir a uno más humilde: hipótesis. No se trata de claudicar y renunciar a un conocimiento cada vez más exhaustivo de los hechos, tampoco de rebatir posiciones simplemente porque provienen de otros ambientes culturales. Conviene dudar de todo, no por escepticismo estéril sino por honestidad intelectual.

La historiografía clásica de origen germánico presenta una visión de las invasiones bárbaras demasiado mitificada, ideologizada y partidista. Al agotamiento, anquilosamiento y corrupción del Imperio contrapone la savia nueva, joven y dinámica de los pueblos germánicos. Esta visión de la Historia parece sugerir que tales pueblos irrumpieron en el mundo romano de la noche a la mañana y sacudieron de tal modo sus estructuras que acabaron con él en cuestión de décadas. Las cosas, sin embargo, sucedieron de modo bien distinto.

¿Quiénes fueron realmente los bárbaros? Nadie se llama a sí mismo bárbaro. Es un nombre que se aplica a alguien que no se ajusta a un determinado patrón. Bárbaros, en la Grecia clásica, eran todos aquellos que no eran griegos: parece una frase banal, pero contiene una carga ideológica importante. Algo similar sucede en el caso de Roma: bárbaro es todo pueblo que se encuentra más allá de las fronteras. A medida que el Imperio se fue extendiendo, los que antes habían sido considerados bárbaros (hispanos, galos, etc.) pasaron a ser romanos. La romanización fue homogeneizando todo, aunque sin anular necesariamente características propias de los diferentes pueblos.

Los pueblos germánicos, que se fueron haciendo cada vez más fuertes durante los siglos IV y V, tampoco escaparon a este proceso. También ellos fueron romanizados, en mayor o menor medida. Adoptaron el latín, ya decadente pero lengua común del Imperio al fin y al cabo. El cristianismo pasó a ser la religión de todos ellos, bien es cierto que unos se incorporaron a la ortodoxia y otros no –resulta curioso que una herejía de origen oriental como el arrianismo perviviera durante mucho más tiempo en Occidente gracias a alguno de los reinos bárbaros que se crearon tras la caída del Imperio–. La romanización también alcanzó, por supuesto, a la estructura de gobierno, el sistema legal –con variaciones significativas pero en sintonía con la tradición romana–, la composición social y un largo etcétera, que incluye los más variados aspectos económicos, militares y culturales.

¿En qué medida, por tanto, podemos hablar de bárbaros? Encontramos, en el fondo, muy pocas diferencias entre bárbaros y romanos. Roma siguió colonizando culturalmente incluso en su etapa final.

Un ejemplo de lo dicho hasta ahora lo constituye el pueblo visigodo. Utilizamos el término visigodos por convención aun a sabiendas de que se trata de un anacronismo. Las fuentes de la época se refieren a ellos como godos y en las anteriores al siglo V aparecen como theruingi y greuthungi, los dos grupos más importantes dentro del conglomerado de tribus y grupos étnicos diferentes y en constante transformación que conformó el pueblo godo. Sólo más tarde se crearon dos términos, visigodos y ostrogodos, para identificar, respectivamente, a los que se asentaron en zonas más occidentales y más orientales.

Es muy probable que su origen remoto se sitúe en la zona meridional de Escandinavia, aunque no existen pruebas que lo demuestren. Sí podemos afirmar que se configura como entidad compuesta de grupos étnicos diferentes en la Dacia, actual Rumanía, durante el siglo IV. Jordanes, uno de los historiadores godos más importantes, nos informa acerca de la grave amenaza a la que se vieron sometidos por parte de los hunos. Este peligro provocó que su relación con el Imperio Romano se afianzara aún más. Se les concedió la posibilidad de trasladarse más al sur y se instalaron en las regiones de Tracia y Moesia, aprovechando la defensa natural del Danubio. Los visigodos, a cambio de estas concesiones, se fueron comprometiendo a acatar las leyes romanas, a servir militarmente a Roma como federados y a completar su proceso de conversión al cristianismo.

Las alianzas en épocas de gran convulsión son inestables; la larga serie de conflictos y reconciliaciones entre los visigodos y el Imperio se prolongó hasta la caída de este último. Buscando unas veces protección, otras veces el propio interés, los visigodos fueron realizando una lenta pero continuada migración hasta llegar no sólo a las puertas sino al interior de la misma Roma, profanando lo que era ya sólo simbólicamente el corazón del Imperio.

Tras esta larga marcha, sembrada más de triunfos, aunque imperfectos, que de fracasos, se instalaron en el sur de Galia, donde fundaron su propio reino con el beneplácito de la moribunda Roma. Lograron materializar de este modo el objetivo por el que habían luchado desde hacía décadas todos sus reyes, comenzando por Alarico. La presión de otros bárbaros provocaría en la segunda mitad del siglo V que abandonaran los territorios galos sobre los que gobernaban y se trasladaran a la península ibérica. Se iniciaba así la lenta transición de la Hispana romana a la España visigoda.
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miércoles, 14 de marzo de 2012

El final de la Hispania romana


El caos generalizado en el que se encontraba sumido el Imperio romano a principios del siglo V era patente en todas sus provincias. Las luchas internas –más peligrosas que las amenazas externas–, la grave crisis económica, la decadencia moral y el agotamiento de los ideales que hicieron posible su expansión ofrecían un panorama nada esperanzador.

En el imaginario popular se ha instalado la idea errónea de que el Imperio romano occidental se derrumbó a causa de las invasiones bárbaras. Es cierto que tras la caída de Roma se constituyeron diferentes reinos dominados por pueblos de origen bárbaro, aunque a ello se debe añadir que la llegada de éstos a Occidente no se debió a una oleada de invasiones propiamente dichas: fue más bien un ingreso más o menos atropellado y generalmente tutelado por el mismo Imperio. Roma se sirvió con frecuencia de los bárbaros como complemento necesario de su cada vez más precario ejército, que dedicaba la mayor parte del tiempo a resolver enfrentamientos internos y no prestaba la debida atención a la defensa de las antiguas fronteras.

También se sigue ese esquema en el caso de Hispania, o mejor, para ser fieles a la terminología del momento, la Diocesis Hispaniarum –ya desde el Bajo Imperio se presenta en plural el concepto de lo hispano, bien es cierto que aún no como distintivo idiosincrásico–. Se dirige primero una invitación a vándalos, alanos y suevos para que entren. Y no sólo entran, sino que se instalan... y únicamente saldrán de España, pasados algunos decenios, o bien para conquistar tierras del norte de África o bien por presiones de un pueblo más fuerte y mejor organizado, el visigodo, que tras su segundo ingreso en la península permanecerá en ella hasta la llegada del islam.

En los primeros años del siglo V encontramos a uno de tantos usurpadores que surgieron durante esta época, Constantino III. Había sido general romano de Britania y se hizo proclamar emperador desafiando a Honorio, a quien legítimamente correspondía el título, ya que heredó los derechos para gobernar la parte occidental del Imperio tras la muerte de su padre, Teodosio. Constantino III se hizo enseguida con el mando de gran parte de Galia y de Hispania. Aquí nadie se opuso a él, excepto los parientes de Teodosio. Pretendieron hacer frente al usurpador, pero a la desunión que padecían se añadió su carencia de un mando militar serio, por lo que fueron derrotados tras una serie de enfrentamientos con el ejército leal a Constantino III, comandado por uno de sus generales de confianza, Geroncio.

La presencia bárbara en Hispania se inició justamente a raíz de las consecuencias derivadas de esta enésima guerra interna entre diferentes facciones imperiales. Constantino III había enviado a Hispania para luchar contra los teodosianos a su hijo Constante y al ya mencionado Geroncio, que a pesar del éxito conseguido cometió dos errores importantes, que provocaron el descontento entre los hispanos: por una parte, saqueó indiscriminadamente algunas zonas conquistadas, en particular la región correspondiente a la actual Palencia; por otra, encargó la defensa de los Pirineos occidentales a sus tropas, rompiendo así la tradición de confiarla a las tropas locales. A estos dos errores se añade otro hecho cuyas consecuencias serán decisivas para el futuro de la península ibérica. Geroncio, confiado en el prestigio alcanzado tras los éxitos militares, se subleva contra su emperador, Constantino III, lo que dio inicio a una segunda confrontación civil.

Geroncio ideó toda una serie de planes para asegurarse la victoria. En primer lugar, con el fin de fortalecer su ejército, realizó un pacto con los bárbaros que se habían instalado en el sur de la provincia de Aquitania, en concreto vándalos, suevos y alanos, concediéndoles el paso a la península para que le ayudaran en la lucha contra Constantino III. Una vez en Hispania, siempre por medio de pactos, les permitió la libre circulación y el asentamiento en las zonas dominadas por Geroncio. El plan incluía como tercer paso el nombramiento de Máximo, uno de sus fieles, como augusto de la diócesis.

Los planes fueron desarrollándose según lo previsto, pero la ambición pudo con Geroncio. Una vez aseguró sus posiciones en la península –bien es cierto que en modo algo precario–, se dirigió hacia el sur de Galia para finiquitar a quien había sido su protector, Constantino III. Tras eliminar no sólo a importantes oficiales de éste sino incluso a su propio hijo, Constante, con el que años atrás había acometido la conquista de Hispania, Geroncio puso sitio a la ciudad de Arles, donde se encontraba Constantino III. Justo en aquel momento entró en escena, finalmente, Honorio. La indolencia que había mostrado en los años anteriores dejó paso a una firme voluntad de retomar el control sobre los territorios que se le habían ido de las manos, especialmente el sur de las Galias. Hablo de indolencia pero quizá quepa matizar y aludir también a auténtica impotencia, por los graves problemas que había tenido que afrontar en Italia.

Paradójicamente, con el fin de lograr el triple objetivo de eliminar a Constantino III, Geroncio y Máximo, Honorio solicitó la ayuda de quienes poco antes habían arrasado Roma: los visigodos, que a la sazón se hallaban decidiendo qué rumbo tomar tras la muerte de su primer gran rey, Alarico.

No fue la primera ni la última vez en la que un emperador legítimo se sirvió de fuerzas bárbaras para asegurar su gobierno. La estrategia de Honorio funcionó a la perfección. Geroncio levantó el sitio de Arles y regresó huyendo a Hispania, donde, traicionado a su vez por los suyos, se suicidó. Constantino III no logró los refuerzos necesarios para mantenerse y terminó cayendo primero prisionero y después víctima de Constancio, hombre fuerte del Imperio en aquel momento y en quien Honorio había delegado la campaña gala. Por su parte, Máximo, en el fondo no más que un títere en manos de Geroncio, fue derrotado poco después en Hispania en una campaña militar alentada por Honorio y ejecutada también por los visigodos.

El poder legítimo de Roma volvía a imponerse en la península, pero sólo en una mínima parte, la franja costera de la Tarraconense y las zonas del curso medio y bajo del Ebro. El resto del territorio estaba ya en manos de aquellos bárbaros a los que otros romanos, usurpadores, que se lo habían servido en bandeja. Los visigodos, tras esta primera incursión en Hispania, regresaron al sur de la Galia. Volverían pocos años después para instalarse definitivamente.
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lunes, 5 de marzo de 2012

España visigoda: ¿quién es quién?

Me ha parecido oportuno y útil para el lector elaborar un elenco de los personajes más relevantes que irán apareciendo en la serie que dedico al período visigodo. Se irá actualizando a medida que vaya avanzando la propia serie.




Alarico (ca. 375-410/411): rey visigodo. Lideró las grandes operaciones militares visigodas bien en colaboración con el Imperio bien contra él. Durante la segunda de las campañas que llevó a cabo en Italia, se produjo el saqueo de Roma del año 410. Pretendió a continuación la invasión de África pero fracasó en su intento y murió poco después en las inmediaciones de Cosenza.

Ataúlfo (ca. 372-415): rey visigodo. Sucedió a su cuñado Alarico en el año 411. Tras la muerte de éste renunció al proyecto africano y se retiró de Italia marchando hacia el sur de Galia. Se casó con Gala Placidia, hermana del emperador Honorio pero aun así no logró del Imperio todo lo que su pueblo esperaba de él y fue asesinado durante una conjura interna en Barcelona en el año 415.

Constantino III (m. 411): general romano en Britania que se autoproclamó emperador inconstitucionalmente. Extendió con éxito su dominio sobre Galia e Hispania. Estableció su corte en Arles donde finalmente fue vencido por las tropas enviadas por Honorio para recuperar el dominio sobre Galia.

Eurico (ca. 440-484): accedió al trono visigodo tras asesinar a su hermano Teodorico II. Responsable de la expansión visigoda en la península ibérica aprovechando la desaparición del Imperio Romano de Occidente.

Geroncio (m. 411): general romano al servicio del usurpador Constantino III. Tras haber logrado Hispania para éste se sublevó contra él y pretendió hacerse con el poder de la península a través de pactos con algunos pueblos bárbaros. Abandonado por quienes le habían sido fieles, se suicidó en el año 411 tras una serie de fracasos militares y políticos.

Hidacio (ca. 400-469): obispo e historiador de origen gallego. Su obra Chronicon constituye una de la escasas fuentes que poseemos acerca de las invasiones bárbaras

Honorio (384-423): emperador romano. Tras la muerte de su padre, Teodosio I, le correspondió la parte occidental del Imperio. Hasta el año 408, cuando es asesinado el general Estilicón, que había ejercido la regencia tras la muerte de Teodosio, no pudo ejercer autónomamente el gobierno. Su reinado fue uno de los más desastrosos de toda la historia de Roma y contribuyó notablemente al aceleramiento del proceso de desintegración del Imperio en occidente.

Sigerico (m. 415): rey visigodo. Instigador del asesinato de Ataúlfo. Murió también asesinado a los siete días de acceder al trono.

Teodorico I (m. 451): rey visigodo. Sucedió a Walia. Iniciador de la expansión visigoda en las Galias. Murió durante la batalla de los Campos Cataláunicos.

Teodorico II (m. 466): rey visigodo. Llegó al trono tras el asesinato de su hermano Turismundo. Gran estratega influyó decisivamente en la toma de decisiones políticas tanto en el Imperio como en otros reinos bárbaros occidentales, llegando a imponer sus candidatos a diferentes tronos. Murió asesinado en una conspiración instigada por su hermano Eurico.

Turismundo (m. 453): rey visigodo. Sucedió a su padre, Teodorico I, y fue asesinado por partidarios de sus hermanos. Primer monarca visigodo en concebir el reino visigodo como estado independiente de Roma.

Valentiniano III (419-455): emperador romano. Títere en manos de sus generales, bajo su gobierno siguió la descomposición del Imperio de Occidente que veía impotente cómo las potencias bárbaras comenzaban a asentar sus nuevos reinos.

Walia (m. 418): rey visigodo. Sucedió a su hermano Ataúlfo tras su asesinato y la muerte de Sigerico. Durante su reinado se afianzaron los pactos con el Imperio y se inició el dominio visigodo sobre la provincia de Aquitania.