miércoles, 29 de febrero de 2012

La España visigoda: el debate historiográfico


El reino visigodo ha constituido desde siempre una de las cuestiones historiográficas con más carga no sólo simbólica, también y principalmente ideológica. ¿Por qué un período relativamente breve de la historia de España y tan lejano en el tiempo ha sido objeto de tanto debate?

El reino visigodo ha interesado tanto al Antiguo Régimen, pues le convenía presentarse como heredero de la primera monarquía española –manejamos aquí conceptos que deberán matizarse–, como al Estado liberal que a partir del siglo XIX pretendió dar forma a un nuevo concepto de nación.

Nos encontramos de nuevo con algo ya conocido en el estudio de la Historia: propósitos antagónicos ante un mismo objeto de estudio. Detractores o defensores del si puede hablarse de España como un todo, y cómo, y desde cuándo, han estudiado con mayor o menor honradez aquel período, para muchos idílico, en el que supuestamente se sentaron las bases de lo que actualmente conocemos como España.

Compartirá conmigo el amable lector que el trabajo de los historiadores constituye una de las disciplinas humanísticas más polémicas que existen. La Historia como tal es objetiva, los hechos son los hechos; por el contrario, la narración o la presentación de la Historia, lo que en definitiva hacen los historiadores, no es en modo alguno algo neutral. Hay quienes reducen la Historia a cronología, para mostrarse objetivos, para no emitir juicios de valor ni elaborar hipótesis que hagan peligrar quién sabe qué intereses e ideas, pero el resultado es un inmenso empobrecimiento de tan noble disciplina y un engaño no menos grande al lector. En el otro extremo, hay quienes idealizan tanto la Historia que la convierten prácticamente en mitología; idealismo con frecuencia nada inocente, sino mero disfraz para disimular deshonestos intereses o justificar determinadas posiciones ideológicas sin argumentos convincentes.

Entre los dos extremos viciosos, siguiendo la máxima aristotélica, se haya el medio virtuoso: el esfuerzo honesto, más o menos logrado pero decente, por intentar narrar junto al suceso las causas que lo provocaron y las consecuencias que de él se derivaron. Ahí es donde la Historia ejerce como maestra. Magisterio que sirve para conocer y comprender lo ocurrido, no para evitar que se repitan errores ni para reproducir éxitos pasados. La Historia es lineal, no circular. La Historia nunca se repite; en todo caso lo que se mantiene, la constante es el ser humano, con sus virtudes y sus defectos.

Pero volvamos a la cuestión que nos ocupa. La época visigoda ha sido objeto de polémicas entre las diferentes escuelas historiográficas. Así, en la Restauración, liberales y conservadores –a pesar de las profundas diferencias de fondo que mantenían, les unía un profundo sentimiento patriótico– destacarán la gran aportación visigótica a la construcción de la identidad nacional. Las tesis y desarrollos goticistas desembocarán en la construcción de numerosos mitos, símbolos y tradiciones que aún nutren el imaginario popular.

Seguidamente, por influjo del historicismo –en cualquiera de sus dos versiones principales, la jurídica y la eclesiástica– se fue transformando el modo de afrontar la cuestión, si bien siempre se mantuvo el eje principal: el origen visigodo del concepto de unidad nacional.

Ortega y Gasset ofreció más tarde un punto de vista original. En su obra España invertebrada afirmará:

Casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones, no sólo falsas, sino intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las grandes rémoras que impiden el mejoramiento de nuestra vida.

Sin negar la aportación visigoda a la historia de España como elemento singularizador –como lo fueron los francos en Francia–, Ortega negaba cualquier contribución positiva de los visigodos a la construcción nacional, pues fallaron en lo que él consideraba un aspecto fundamental, sentar las bases del feudalismo, sobre lo que, afirmaba, se fundaron el resto de naciones europeas. Éste fue para Ortega el gran fracaso visigodo; la primera gran desgracia de nuestra Historia, causa de todas las demás.

Las tesis de Ortega encontrarían eco en la historiografía española únicamente en el aspecto metodológico, no en el interpretativo.

Tras la guerra civil, la cuestión visigoda le vino como anillo al dedo al régimen franquista, que presentó aquel reino como referente de su Estado centralizado y confesional y alimentó los mitos, símbolos y tradiciones moldeados durante el s. XIX. Se produjo un verdadero auge de los estudios visigóticos, en todos los ámbitos: arqueológico, historiográfico, filológico, eclesiástico, patrístico, etc. Andando el tiempo, esta eclosión dio frutos que favorecieron un cambio en la comprensión de lo que realmente fue y supuso la etapa visigoda.

El estudio en profundidad de las fuentes y el desarrollo del conocimiento de casos históricos similares en el resto de Europa fueron desmitificando el idílico reino visigodo, mostrando que quizás no siempre hubo unidad política –los nacionalistas siguen escarbando aquí, para ver si así logran demostrar que sus terruños eran entes nacionales anteriores e independientes al Estado español– y que no es tan fácil hablar de unidad social, explicando cómo convivieron y hasta qué punto se homogeneizaron las dos etnias fundamentales que poblaban el reino: la de los invasores germánicos y la de los invadidos hispano-romanos (resultan, por cierto, muy interesantes los recientes estudios sobre las invasiones bárbaras, sus protagonistas, el origen de los diferentes pueblos que las componían, sus grados de romanización, etc).

Sólo a través del estudio del período visigodo, de su origen, sus instituciones, sus personajes más destacados, sus aportaciones en los ámbitos jurídico, cultural y teológico; de sus éxitos políticos y de las deficiencias que condujeron a su traumático final, nos haremos una idea de por qué, trece siglos después, aquellos hombres pueden seguir ayudándonos a comprender quiénes somos.
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jueves, 23 de febrero de 2012

Julián Marías: una vida ejemplar


En cualquier otra nación de Occidente, Julián Marías habría sido importado y exportado como bien de primera necesidad. Aquí, no. Aquí somos expertos en el dudoso arte de etiquetar y aún más en el injusto de archivar.


Muchos ignorantes, para los que seguramente la filosofía no es más que una asignatura cada vez más devaluada en los pésimos planes de estudio que sufrimos desde hace decenios, lamentan que España no tenga tradición filosófica propia. Otros, menos ignaros pero igual de arrogantes que los anteriores, reducen a tres, a lo sumo cuatro, el número de nuestros filósofos; casualmente son los más recientes, como si la filosofía española hubiera empezado con Unamuno. No es éste momento ni lugar para hacer una síntesis de la tradición filosófica española, que claro que existe y es muy antigua, sino para comentar el más reciente libro sobre uno de nuestros autores contemporáneos más importantes, honestos y olvidados, esto último quizás por haber sido precisamente tan honesto.

Seis años después de la muerte de su maestro, Rafael Hidalgo publica no una biografía de Julián Marías, sino un retrato, que es algo similar pero no exactamente lo mismo. Este modo de afrontar el recuerdo de alguien es más personal, más íntimo, más cercano y a la vez más crítico. No inventa nada, el libro está lleno de referencias a las memorias que publicó el propio Marías, pero sí interpreta su vida, a mi juicio muy acertadamente, sobre la base de seis arquetipos que definen al autor de España inteligible como un hombre íntegro: el filósofo, el enamorado, el acusado, el amigo, el patriota y el creyente. Mucho para un hombre, pensarán algunos cuando lean el índice; poco, añado yo, para lo que habría podido ser si a lo largo de su vida no hubiera tenido tanto mezquino a su alrededor.

Julián Marías ha sido definido por muchos como un gran ensayista. Curiosa palabra que dice todo y nada. El ensayo no deja de ser un género literario caracterizado por el relajamiento que proporciona la ausencia de aparato crítico, por tanto cualquiera puede ser ensayista, incluso si habla de un tema insustancial y lo hace con un estilo zafio. La cuestión será por tanto el contenido de lo publicado. En el caso de Marías, el tema de sus escritos fue siempre eminentemente filosófico. Podrá objetarse a esto, lo admito, que no todos sus artículos periodísticos y libros versaron sobre cuestiones filosóficas; dependerá, entonces, de lo que se entienda por filosofía. Quienquiera que haya leído algo de nuestro autor, por poco que sea, sabrá que la filosofía lo abarca todo, lo alcanza todo en él, porque la filosofía no es sino algo particularmente vital. Dedicó toda su vida a ser amante de la sabiduría, esto es, a aclararse y a aclararnos en qué consiste la realidad, quiénes somos, cómo debemos actuar y qué podemos esperar. Sabiduría no simplemente abstracta, sino sobre todo práctica, en constante tensión con la vida cotidiana, la personal como la social. Sabiduría que contempla la verdad y el amor como ejes de la vida humana. Sabiduría siempre por alcanzar, siempre por satisfacer. Se situaba así no ya únicamente en la línea de Ortega, su inmediato maestro, sino en la más clásica de la historia de la filosofía, la de Sócrates, Platón, Séneca, San Agustín, para quienes la filosofía o se traducía en vida o no lo era. Y lo hizo siempre pensando en un público amplio, escribió para todos, no sólo para iniciados.

Esta supuesta banalización de la filosofía –que para algunos modernos sólo lo es si se expresa en modo enrevesado y a ser posible en alemán– lo convierte para muchos en mero ensayista y no en un verdadero filósofo.

El primer lugar en el que puso en práctica esa filosofía vital fue en la familia. Dolores, su mujer, constituyó siempre su gran apoyo, fue quien dotó de sentido su existencia, y cuando murió su vida cambiaría radicalmente. Sólo su profunda fe religiosa y el apoyo de amigos y familiares le animaron a proseguir, a no rendirse. Más dura fue para él esa pérdida que todo lo que hubo de sufrir a causa de su rectitud moral y la lealtad a sus principios. El ostracismo al que se vio sometido tras la guerra civil no hizo mella en su ánimo. La cercanía al que probablemente haya sido el único socialista español honrado, Julián Besterio, con quien colaboró en el caótico y cainita Madrid de la guerra, le supuso no sólo una injusta estancia en la cárcel tras la victoria del bando nacional, sino el apartamiento de la universidad y de la vida pública. Así pagó por no adherirse a más causa que la de los propios principios cuando vio los excesos perniciosos en que incurrían ambos bandos.

Lejos de amargarse o, peor aún, cambiar de chaqueta, se refugió en lo que daba sentido a su vida: sus valores. El tiempo le daría la razón –sólo en parte– y sería convocado a participar en el nacimiento del nuevo orden político tras la muerte de Franco. En aquel momento, como senador por designación real, pudo proponer sus ideas con relativo éxito. Pacientemente, sin estridencias, manteniéndose siempre independiente, siendo leal al nuevo régimen pero fiel sólo a sus principios, colaboró en el debate constitucional. Algunas de sus intervenciones deberían conocerse mejor, por ejemplo la que tuvo por eje la inclusión del concepto de nación española en el texto de la Constitución, que extrañamente –¡cuántos complejos!– no aparecía en el anteproyecto. No fue jamás hombre de partido, seguramente por el amor que tenía a la libertad, ésa que la disciplina política acaba siempre cercenando. Se sintió siempre liberal y democrático, por ese orden, ya que

una democracia desprovista de un fundamento liberal tiende a obrar como un instrumento totalitario [y porque] el poder de la mayoría se ha utilizado en ocasiones como herramienta de aplastamiento de las minorías o como coartada para conculcar los derechos humanos.

Fue, finalmente, un gran y buen creyente. Ni siquiera los excesos de la Iglesia tras la guerra civil, en pleno apogeo franquista, lograron apartarle de su fe en Dios y de su adhesión al catolicismo. Frente a quienes le querían hacer ver lo absurdo de seguir perteneciendo a una Iglesia en la que muchos de sus miembros adulteraban y manipulaban el mensaje cristiano y se dejaban llevar por la corriente, Marías respondía que no era él quien sobraba: ¡que se vayan ellos!, exclamaba. Se comprende así el inmenso gozo que supuso para él poder participar en una de las sesiones del Concilio Vaticano II, que rejuvenecía y renovaba la Iglesia, así como colaborar con Juan Pablo II en el nacimiento del Pontificio Consejo para la Cultura. Concilió perfectamente fe y razón, sin contraponerlas, dando a cada una de ellas el puesto que les corresponde.

Julián Marías vivió una vida en plenitud y dejó un legado que ha de ser conocido y conservado. Por eso es aconsejable la lectura de este libro, introducción perfecta para quienes aún no lo conozcan debidamente; surgirá en ellos la necesidad de aproximarse a él, de disfrutar de la lectura de sus obras y de dejarse formar por quien hizo de su vida

una existencia acabada, cargada de sentido, volcada en la continuidad y enriquecimiento de una cultura que nos identifica como sociedad y nos eleva como personas, que nos conduce hacia el verdadero progreso, el de ser más.


RAFAEL HIDALGO: JULIÁN MARÍAS. RETRATO DE UN FILÓSOFO ENAMORADO. Madrid (Rialp), 2011, 230 páginas.

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miércoles, 22 de febrero de 2012

Bibliografía sobre el período visigodo





La pequeña introducción al período del reino visigodo que he ido publicando durante los últimos meses ha llegado a su fin. No descarto seguir dando la tabarra sobre el tema más adelante, pero de momento prefiero no abusar de la paciencia del lector.

Actualizo ahora la bibliografía que publiqué hace tiempo acerca del tema. Hay más, ésta es sólo una pequeña lista y me limito a obras escritas o traducidas al español.

Pocas fuentes han sido traducidas, así que me remito a las grandes ediciones -algunas críticas, otras no- en las que se puede encontrar casi todo el material: Migne, Colección Canónica Hispana, Monumenta Germaniae Historica, etc.)

¡Buena lectura!

  1. Alvar Ezquerra, Jaime, dir., Entre fenicios y visigodos: la historia antigua de la Península Ibérica. Madrid: La Esfera de los Libros, 2008.
  2. Arce, Javier, El último siglo de la España romana: 284-409. [Alianza Universidad; Historia; 347]. Madrid: Alianza Editorial, 1982.
  3. Id., Bárbaros y romanos en Hispania 400-507 a.D. Madrid: Marcial Pons, Ediciones de Historia, 2007.
  4. Id., Esperando a los árabes: los visigodos en Hispania (507-711). Madrid: Marcial Pons, Ediciones de Historia, 2011.
  5. Castellanos, Santiago, Los godos y la cruz: Recaredo y la unidad de Spania. Madrid: Alianza Editorial, 2007.
  6. Collins, Roger, La España visigoda: 409-711. Madrid: Crítica, 2005.
  7. Díaz Martínez, P. C., Martínez Maza, Cl., Sanz Huesma, Fco. J., Hispania tardoantigua y visigoda. [Colección Fundamentos n. 181; Serie Historia de España Antigua V]. Madrid: Istmo, 2007.
  8. Historia de España dirigida por Ramón Menéndez Pidal. Tomo III: España visigoda (414-711 de J. C.) por Manuel Torres López, et al. Madrid: Espasa Calpe, 19804.
  9. Loring, M.ª I., Pérez, D., Fuentes, P., La Hispania tardorromana y visigoda. Siglos V-VIII. [Historia de España. 3er milenio]. Madrid: Síntesis, 2007.
  10. Orlandis, José, Semblanzas visigodas. Madrid: Rialp, 1992.
  11. Id., Historia del reino visigodo español: los acontecimientos, las instituciones, la sociedad, los protagonistas. Madrid: Rialp, 20062.
  12. Sanz Serrano, Rosa, Historia de los godos: una epopeya histórica de Escandinavia a Toledo. Madrid: La Esfera de los Libros, 2009.
  13. Ead., Las migraciones bárbaras y la creación de los primeros reinos de Occidente. Madrid: Editorial Síntesis, 2010.
  14. Thompson, E. A., Los godos en España. [Humanidades; 4248]. Madrid: Alianza Editorial, 1971.

p.s. Dice el dicho que hasta el mejor escribano echa un borrón, yo no soy el mejor, simplemente un aprendiz más, agradeceré, por tanto, correcciones y sugerencias.

¡Gracias!




jueves, 16 de febrero de 2012

La teología de un agonista coherente


Miguel de Unamuno, a quien los siempre injustos tópicos han acusado de agnóstico, cuando no de ateo, siendo, como fue, una de las personalidades más religiosas de la cultura española del siglo XX, provoca en quien se acerca a sus obras una reacción que a veces no logran los llamados autores espirituales.

Leer a Unamuno, sea uno creyente o no, es arriesgarse a realizar un replanteamiento serio, profundo y arriesgado de la fe, de las creencias y, en definitiva, del puesto de Dios en la propia vida. El hecho de encontrarse ante un pensador en constante búsqueda/lucha racional y vital para dotar de sentido a la existencia no deja impasible a quien como él tenga la suficiente honradez, valentía y tensión para, si no satisfacer, al menos intentar responder coherentemente a las cuestiones que inquietan al hombre hasta el punto de no poder prescindir de ellas, a riesgo de vaciar la propia existencia.

Alfonso García Nuño, colaborador habitual de Libertad Digital, acaba de publicar este libro, su tesis doctoral, fruto de muchos años de estudio y, seguramente, meditación profunda. Unamuno es el actor principal del mismo –la trama se desarrolla alrededor de él–, pero el objeto de la tesis es otro, eminentemente teológico, aunque con innegables implicaciones filosóficas y antropológicas: el sobrenatural, es decir, la reflexión acerca del hombre no como ser creado por Dios sino como ser llamado a estar en comunión con Dios por medio de la gracia. En palabras del autor, cómo resolver "la tensión entre lo que le pertenece al hombre como criatura y aquello que anhela y necesita, pero que no puede alcanzar por sí mismo y no le es debido". Se trata de intentar descifrar el misterio del destino humano, su unión con Dios, en definitiva, su divinización. Puesto en modo de interrogante, ¿cómo se explica que alguien, en este caso Unamuno, pueda desear tan profundamente algo que es tan distinto a él? Y no hablamos de una posibilidad que deriva de un deseo que se quiere satisfacer, sino del planteamiento de un hecho que, si no es atendido, mina las bases de una existencia vivida con racionalidad.

A pesar de haber sido un hombre profundamente religioso, no podemos considerar a Unamuno un teólogo en sentido estricto, aunque esta afirmación habría que hacerla con cautela y en voz baja, porque si bien es cierto que no todo es teología, también es verdad que ésta se ocupa del discurso racional sobre Dios, ¿y qué hizo Unamuno sino eso mismo? Además, no para negar su existencia, sino para lograr de Él una comprensión racional, hasta donde sea posible, y vital, hasta el final. No obstante, sin entrar a fondo en este particular –recordemos que los filósofos también se niegan a considerarlo de los suyos porque carecía, alegan, de una exposición sistemática, como si de ello dependiera el serlo o no–, lo cierto es que en ambos campos, la teología y la filosofía, Unamuno se adelantó a muchos profesionales de ambas disciplinas. En el campo del sobrenatural, por ejemplo, anticipó en décadas el resurgir de la cuestión en el mundo católico de la mano del gran Henri de Lubac, recuperando la paradoja cristiana del hombre y de su existencia, ese eterno dilema entre gracia y libre albedrío, entre lo inmanente y lo trascendente.

El itinerario seguido por Unamuno en este proceso es curioso, y seguramente ilumine a muchos. Racionalizó la fe hasta el punto de perderla. Como consecuencia, se encontró con la nada, que lógicamente aportó sólo vacío. Lo único que podía reparar esa ausencia de certezas fue lo que le quedaba: su existencia vital, él mismo en situación más que precaria aunque no exenta de ansias por colmar las inquietudes que le asaltaban. Se sintió desamparado pero no sin esperanzas. Su vasta cultura, su amplio conocimiento de la tradición filosófica y teológica, pero sobre todo su inagotable tensión entre "la lógica y la cardíaca", la cabeza y el corazón, hicieron que no arrojara la toalla y se conformara con una existencia a medias.

García Nuño, en la magnífica introducción, que merecería una monografía aparte –con las modificaciones estilísticas que correspondieran–, analiza entre muchos otros aspectos uno que es clave a la hora de estudiar a un autor: sus fuentes. La biblioteca de Unamuno albergó temas y autores muy variados. No es fácil señalar autores concretos, que ciertamente los hubo, pero sí movimientos o tendencias que condujeron al rector de Salamanca, por la vía positiva del asentimiento o por la negativa de la contraposición, a una serie de categorías fundamentales que vertebraron el problema religioso al que se enfrentaba. Una de ellas, quizás la principal para el caso que nos ocupa, fue la de divinización, mencionada anteriormente.

Este término, a pesar de su exquisita ortodoxia, aún produce escalofríos en las mentes religiosas que basan su vida de fe en la dimensión puramente inmanente, así como a las que cualquier referencia a la gracia y a la trascendencia, en definitiva, a la gratuidad de lo divino, les suena, como poco, a excesiva familiaridad con Dios. Para Unamuno, sin embargo, fue el gran descubrimiento que le permitió liberarse de ciertas ataduras que le impedían avanzar en el camino hacia su ansiada meta. Frenos que provenían del catolicismo, no el popular, tan admirado y querido por él, sino el oficial, y también del protestantismo liberal, que conocía muy bien pero que no le satisfacía por reducirse, al fin y al cabo, a un dogmatismo doctrinal y sobre todo moral. No obstante, fue el estudio de algunos autores protestantes, en especial Harnack, lo que le llevó al amplio y rico campo de la patrística. No sin fatiga, puesto que su valoración fue modificándose a lo largo de los años, encontró en los Padres de la Iglesia, especialmente en los orientales, ese concepto clave que encerraba en sí todo lo que necesitaba: lo inmanente y lo trascendente, lo humano y lo divino, el sujeto y el objeto, el hombre y Dios.

García Nuño trata, pues, de estudiar la cuestión del sobrenatural a partir de una perspectiva original; a las bases teológicas necesarias añade la peculiaridad de un autor en cierta manera maldito, no perteneciente, en sentido estricto, al coro teológico tradicional. Lo hace en cinco generosos capítulos que corresponden a cinco períodos o momentos críticos –en el caso del Diario íntimo– de la vida de Unamuno, titulados con gran acierto: "Una construcción sobre arena. 1884-1896" da cuenta de la inestabilidad del Unamuno preocupado por encontrar una armonía entre su perpleja religiosidad y su racionalismo; "El Diario íntimo. 1897" aborda la crisis religiosa que determinará el resto de la vida del bilbaíno; "La inercia del materialismo. 1898-1913" relata cómo vivió Unamuno la tensión entre su pasado y el horizonte espiritual que se le había abierto; "Cristo, naturaleza e historia" aborda un período jalonado por los exilios y el afianzamiento, aun sin expresión definitiva, de los postulados unamunianos; "Decir y nombrar. 1927-1936" tiene por objeto la última etapa de su vida, en la que definitivamente reconoce que, sin la esperanza de la divinización, de unión con quien plenifica la existencia, todo en este mundo sería nada.

Todos los capítulos siguen una misma estructura –curiosa pero válida manera de estudiar a alguien que se caracterizó por su asistematismo–: realidad y realidades; el hombre y su mundo (anticipándose a la circunstancia orteguiana); el conocimiento del hombre; personalidad y vida; el deseo de Dios. Conceptos clave todos ellos para articular el pensamiento de Unamuno, disperso y asistemático, ciertamente, pero no carente de coherencia; y proyecto que para él es trayecto, camino por descubrir y por andar.

El resultado es un estudio imprescindible para todos aquellos que deseen profundizar en el sobrenatural o en la obra de Unamuno. No es necesario, en este punto, reiterar los elogios a un libro excelente que desde su publicación ha encontrado el reconocimiento de alguno de los mayores conocedores de Don Miguel.
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ALFONSO GARCÍA NUÑO: EL PROBLEMA DEL SOBRENATURAL EN MIGUEL DE UNAMUNO. Ediciones Encuentro (Madrid), 2011, 1.007 páginas.
El sábado día 11 de febrero MARIO NOYA entrevistó a GARCÍA NUÑO en LD Libros .

lunes, 13 de febrero de 2012

El Patrimonio de San Pedro


Desde el momento en que, por ley imperial constantiniana, fue reconocido a la Iglesia el derecho de poseer, recibir y heredar cualquier tipo de bienes (Código Teodosiano XVI, 2, 4), Roma fue haciendo acopio de un notable conjunto de posesiones y propiedades.

El mismo Constantino fue uno de los primeros en donar a la sede apostólica diversos bienes, principalmente inmuebles –no consideramos aquí, por su carácter apócrifo, la denominada Donación de Constantino–. A las donaciones de éste y otros emperadores se unieron las de numerosos fieles, con lo que se produjo un paulatino crecimiento de los haberes y las posesiones del Romano Pontífice, que con el paso del tiempo pasaron a denominarse Patrimonio de San Pedro.

De este modo, el obispo de Roma se convirtió primero en un gran terrateniente, luego en una autoridad civil de enorme influjo social y finalmente en un verdadero soberano. El proceso de incremento patrimonial siguió la práctica legal romana relativa al patrimonium principis. Éste, durante el Imperio, constituía el patrimonio privado del que el emperador podía disponer a su arbitrio, y que se iba acrecentando por medio de herencias, compras o confiscaciones. Así, a partir del siglo VI formaban parte del mismo numerosas posesiones, tanto en la península italiana como en zonas de Sicilia, Córcega, Cerdeña, el norte de África, Galia, Dalmacia y partes de Oriente.

El papa Gregorio Magno (590-604), que antes de ocupar la cátedra de san Pedro había sido prefecto de la ciudad de Roma, desarrolló una audaz política administrativa y dotó de una eficaz organización a los diversos territorios del patrimonio pontificio. Los beneficios económicos resultantes sirvieron no sólo para mantener la necesaria administración pontificia, sino para realizar múltiples obras de carácter social y asistencial.

La atención al patrimonio papal se vio continuamente obstaculizada por los continuos conflictos entre las dos potencias que dominaban la península italiana en aquel período: el imperio bizantino y el reino longobardo. El papado, especialmente a partir de finales del siglo VI, constituyó una fuerza moral de primer orden. Y, en un tiempo en el que no existía tanto escrúpulo como en la actualidad a la hora de establecer los límites entre lo espiritual y lo temporal, se fue igualmente convirtiendo en un importante actor político.

El Papa, en efecto, se podía permitir la libertad de hablar a todos, y hacerlo con autoridad, sin necesidad de atender a las divisiones geográficas y políticas de los diferentes reinos que se habían ido creando tras la caída de Roma. A pesar de carecer de una entidad nacional propia, independiente, territorialmente se hallaba bajo la jurisdicción de Bizancio, pero nunca se le consideró súbdito del emperador. Es cierto que era súbdito, puesto que no hay más opción que ser súbdito o soberano, y en el Imperio no había más soberano que el emperador; pero en la práctica el emperador no podía elegir o nombrar al Papa, sino que se limitaba a ratificar, con mayor o menor gusto, la elección efectuada en Roma por los propios romanos. La autoridad pontificia no provenía por tanto de una encomienda del emperador, sino que surgía en modo independiente, apoyada en el prestigio de ser el sucesor del primero de los apóstoles.

Los conflictos permanentes entre longobardos y bizantinos provocaron no poca inestabilidad política y social en Italia, lo que afectaba directamente a la gestión patrimonial pontificia. Las diferentes campañas militares tenían frecuentemente como punto de mira ciudades o territorios pertenecientes al patrimonio pontificio, en continua expansión. Administrar dichas posesiones se hacía cada vez más complicado. A mediados del siglo VIII los longobardos, tras conquistar Rávena, capital del exarcado bizantino en Italia, amenazaron con atacar Roma. El Papa, Esteban II (752-757), no pudiendo esperar ayuda eficaz de la cada vez más debilitada Bizancio, preocupada sobre todo por contener la amenaza árabe, que presionaba en las fronteras orientales del Imperio, puso su esperanza en el reino franco. El mismo Esteban II cruzó los Alpes y se presentó ante Pipino el Breve para solicitar su protección.

El rey franco tenía sobrados motivos para atender la petición papal. Se movió en su favor no sólo por intereses políticos, también por una veneración sincera y devota a la memoria del príncipe de los apóstoles, a lo que habría que añadir el agradecimiento personal, pues fue el papa Zacarías, predecesor de Esteban II, quien avaló su ascensión al trono luego de que depusiera a Quilderico III, último rey de la dinastía merovingia. Pipino, por tanto, no sólo juró proteger a Esteban II, sino que selló con él un primer pacto, la llamada Donación de Quiercy, por el que se comprometía a entregar a la sede romana los territorios imperiales italianos que habían sido ocupados por los longobardos. Pipino prometía algo que aún no poseía, por lo que tuvo que afrontar diversas campañas militares para hacer que los longobardos se replegaran hasta los límites de lo que había sido su reino antes de que comenzaran a expandirse por Italia a costa de los bizantinos. Derrotados los longobardos y recuperados los referidos territorios, Pipino cumplió su promesa y no los restituyó a su anterior dueño, Bizancio, sino que los entregó al Papa.

Esteban II había logrado mucho más de lo que pretendía cuando vio llegar la amenaza longobarda. No sólo evitó que Roma fuera conquistada, sino que vio incrementado el patrimonio pontificio con un amplio conjunto de territorios, sobre los que podría ejercer una verdadera autoridad política e institucional bajo el amparo y la protección del reino franco.

Estos territorios, una franja que partía por la mitad la península italiana, desde las costas del Tirreno hasta las del Adriático, constituyeron el núcleo inicial de los Estados Pontificios y consolidaron el poder temporal del papado. De una autoridad importante e indiscutible, pero moral, se pasó a una autoridad política plena, real y efectiva.

Así nació uno de los Estados europeos con más solera. Perduraría once siglos, hasta la conquista de Roma por parte de las tropas del recién creado reino de Italia, el 20 de septiembre de 1870. Renacería, con nombre y territorios bien diferentes, el 11 de febrero de 1929.
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lunes, 6 de febrero de 2012

La Donación de Constantino


El 11 de febrero de 1929 los representantes del Reino de Italia, el primer ministro Benito Mussolini, y la Santa Sede, el cardenal secretario de Estado Pietro Gasparri, firmaron los Pactos Lateranenses. Con la creación del Estado vaticano se ponía fin a la llamada cuestión romana, surgida décadas atrás, cuando, durante su reunificación, Italia empezó a anexionarse territorios de los Estados Pontificios, incluida la misma Roma (septiembre de 1870).

El poder político o temporal de la sede apostólica, materializado en el gobierno sobre una serie de territorios cuya extensión iría variando a lo largo del tiempo, se remonta al siglo IV. La iglesia de Roma había ido adquiriendo desde los primeros tiempos del cristianismo una cierta posición de preponderancia sobre las demás iglesias locales, esparcidas por todo el Imperio. Esta primacía, que hasta entonces se había limitado por lo general a cuestiones doctrinales y de organización interna, alcanzó lo político a partir de Constantino el Grande, y en concreto tras la publicación del llamado Edicto de Milán, que, por cierto, ni era un edicto ni fue emitido en Milán... En realidad, se trató de una carta que Licinio, augusto de Oriente, y Constantino, augusto de Occidente, enviaron a los gobernadores provinciales en junio del año 313.

El referido documento ordenaba el cese de cualquier tipo de persecución contra los cristianos y reconocía a éstos libertad de culto. Representó, por tanto, un paso decisivo respecto al edicto de Galerio del año 311, que preveía sólo el cese de las persecuciones anticristianas por motivos de clemencia o de oportunidad política y que no tuvo el éxito esperado, ya que tras la muerte de Galerio, aquel mismo año, Maximino Daya continuó ensañándose con pasión y eficacia, especialmente con las iglesias de Egipto.

Constantino y Licinio fueron más allá y prescribieron también la restitución a las comunidades cristianas de los bienes que les hubieran sido confiscados. Sancionaron, por tanto, su existencia como entidades corporativas amparadas por el derecho.

Es cierto que la crítica moderna ha reducido la importancia que durante siglos se ha concedido al mal llamado Edicto de Milán y a la iniciativa personal de Constantino a favor del culto cristiano, pero no cabe duda de que su gobierno –principalmente cuando se hizo con el poder absoluto del Imperio, a partir del año 326– supuso el impulso definitivo para el cambio radical que experimentó el cristianismo en términos sociales, económicos y políticos.

Pronto aparecieron escritores cristianos que se encargaron de difundir lo que consideraban buen hacer de Constantino. Es el caso, entre otros muchos, de Eusebio de Cesarea en Oriente y de Lactancio en Occidente. Pero junto a las fuentes literarias fiables surgieron, como suele suceder particularmente en los momentos históricos de gran transcendencia, numerosos escritos apócrifos, atribuidos falsamente a algún personaje de prestigio. Muchos se perdieron; otros, como veremos, lograron pasar por auténticos y obtuvieron un éxito bastante considerable.

El llamado Liber Pontificalis –o Libro de los Papas– consiste en una serie de informaciones biográficas de los obispos de Roma desde el primero de ellos, san Pedro, hasta Esteban V (885-886). Su valor histórico es innegable, y constituye una de las fuentes principales para conocer la historia de los primeros siglos del cristianismo. No obstante, como toda fuente historiográfica, ha de ser estudiado con cautela, contrastando lo que en él aparece con otras fuentes y testimonios. Es el fruto de diferentes compilaciones y agregaciones, por lo cual es imposible datarlo y, menos aún, establecer autorías, máxime cuando gran parte de su redacción se debe a oficiales internos de la sede apostólica. Obviamente, los contenidos referentes a los primeros siglos carecen del rigor historiográfico que cabría exigir a una fuente autorizada. Así, en la sección dedicada al papa Silvestre, cuyo pontificado se extiende entre los años 314 y 335, se recoge la denominada Donación de Constantino.

El Constitutum Constantini se trata, en realidad, de un documento apócrifo en forma de carta dirigida por Constantino al papa Silvestre, a sus sucesores en la sede romana y a todos los obispos católicos del mundo, que por medio de la misma quedaban sujetos a la autoridad del obispo de Roma.

La carta se divide en dos partes: una profesión de fe y la donación propiamente dicha. El emperador concede al Papa y a sus sucesores poder, dignidad e insignias imperiales, además de la soberanía perpetua "sobre Roma, las provincias y las ciudades de toda Italia o de las provincias occidentales". Una versión posterior del texto reemplazó la conjunción o por y, cargada de una marcada intencionalidad política expansiva. El texto original adjudica también a Roma la primacía sobre el resto de los patriarcados: Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén.

Existen aún serias dudas acerca de la fecha de su composición –hacia el año 850 es ya conocida y aceptada como verdadera en Galia– , así como del lugar en que se hizo, bien Roma, bien la abadía de Saint-Denis, cerca de París.

La falta de autenticidad del documento fue puesta en evidencia ya en el s. XV por parte de Eneas Silvio Piccolomini, futuro Pío II, a quien siguieron diversos humanistas, como Reinaldo Pecock, Nicolás de Cusa y Lorenzo Valla, que demostraron la falsedad de la Donación de Constantino con la ayuda de la crítica textual y literaria, así como con numerosos testimonios históricos.

No obstante, el éxito de la falsificación fue grande y logró el objetivo que se marcaba: sostener la libertad y la independencia eclesiástica de la sede romana frente al poder civil. No sólo fue incluida en diversos textos legales, sino que sirvió como argumento en la Edad Media para los defensores del poder temporal del papado, como Arnaldo de Brescia, Guillermo de Ockam o Marsilio de Padua.

Lógicamente, el nacimiento del nuevo Estado, como tendremos oportunidad de ver en otro artículo, se debió a otras causas no apócrifas sino de índole bien diferente, en las que intervinieron numerosos factores, principalmente políticos.

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