viernes, 7 de diciembre de 2012

Mentir: ¿un derecho o una potestad?

No debe sorprender el hecho de que las mentes débiles se encuentren más a gusto en ambientes acríticos. Cuando el incauto ciudadano recibe la dosis de contentamiento necesaria para llevar una existencia suficientemente digna, se siente profunda y aliviadamente liberado de interrogarse por cualquier otro sentido que pueda tener su vida. Más aun, cuando acata, cumple y asume una serie de normas que le garantizan la estabilidad –sinónimo moderno de felicidad–, se muestra eternamente agradecido a quien le enseña ese camino, seguro de que le ahorra toda perplejidad. Esto es aplicable a todos los ámbitos humanos, ya sean sociales, culturales, políticos o religiosos.

Pero siempre hay quien se obstina en la manía de hacer preguntas. No satisfecha con lo que las grandes mentes ya han discurrido para sí y para los demás, la persona de mente y corazón inquietos no se cansa de criticar –del griego κρίνω, "juzgar"– e interrogarse continuamente. Surge así la filosofía, como nos propone Gabriel Albiac al inicio –y también al final, cerrando el discurso como lo empezó– del estudio preliminar que abre el volumen que presentamos. Filosofía, que no es "disciplina de la verdad", continúa el autor, sino "meditación en la paradoja constituyente del mentir: lengua de la inmanencia" cuyo cauce es la interrogación. Y como de filosofar se trata, nada mejor que un título en forma interrogativa para comenzar la reflexión: ¿Hay derecho a mentir?

Nos situamos en la complicada Europa de finales del siglo XVIII, donde la Revolución francesa ya ha triunfado y fracasado, destruyendo mucho, construyendo menos y transformando todo. Encontramos a dos personajes, Kant y Constant, ocupados en sus razonamientos desde lugares y circunstancias vitales muy distantes. Kant, ya consagrado, que, encerrado en su burbuja provinciana de Königsberg, ajeno a los acontecimientos políticos, interesado sólo por los éticos, se empeña en establecer un sistema universal repleto de leyes morales que encuentran acomodo en una metafísica que, preocupándose teóricamente por la vida, se acaba olvidando en la práctica de ella. Constant, suizo trasplantado en París, conocedor a distancia de la Revolución, como Kant, pero ciertamente víctima directa de los desmanes que ésta produjo en los años posteriores; paradigma, si se quiere, del bon vivant pero testigo y protagonista de la historia y de la vida reales. Son, explica Albiac,

el viejo y el nuevo régimen –quizá mejor, el viejo y el nuevo mundo–: el viejo, que anhela el nuevo, del cual lo ignora todo; el nuevo, herido de añoranza incurable por el perdido.

En un pequeño tratado, Des réactions politiques, Constant afirmó: "El principio moral que declara ser un deber decir la verdad, si alguien lo tomase incondicional y aisladamente, tornaría imposible cualquier sociedad". Para justificar tal afirmación, continuaba:

tenemos la prueba de ello en las consecuencias muy inmediatas que un filósofo alemán sacó de ese principio, yendo hasta el punto de afirmar que la mentira dicha a un asesino que nos preguntase si un amigo nuestro perseguido por él no se refugia en nuestra casa sería un crimen.

Resulta curioso que Constant, aunque apuntando directamente a Kant, no especificara el nombre del filósofo alemán. Más curioso aún es que la cita no se encuentre en ningún escrito conocido del prusiano. No obstante, Kant se dio por aludido y entró al trapo. Constant le había puesto en bandeja la posibilidad de desarrollar con mayor profundidad lo que anteriormente había dado a entender aun sin explicitarlo. Surgió así el enfrentamiento entre dos modos de contemplar el mundo y la vida. Uno, el de Constant, radicado en la experiencia, en los acontecimientos cotidianos y sus efectos. Otro, el de Kant, inmaterial, aséptico, establecido en una metafísica que se erige como ideología y que se desentiende, a fin de cuentas, de la realidad humana concreta.

La discusión acerca de la mentira no era un hecho novedoso. Muchos autores de la antigüedad habían planteado situaciones similares a las que dieron origen a la polémica entre Constant y Kant. En el De mendacio, san Agustín propone el caso de las matronas hebreas que mienten a las autoridades egipcias para evitar la muerte de los neonatos varones (Ex 1, 15-20), y añade otro, más próximo a su época, que tuvo como protagonista a un obispo de Tagaste que, por no mentir ni señalar el lugar donde se escondía un inocente que se había refugiado en su casa, sufrió todo tipo de ultrajes. En pocas obras de san Agustín encontramos mayor número de interrogantes, lo cual indica la dificultad del tema y la imposibilidad de poder dar respuestas simples a situaciones tan complejas. En el caso de san Agustín, las conclusiones deberán entenderse a partir de la fuente de autoridad que las avala: la Sagrada Escritura. Sería injusto –y él mismo lo advierte a sus lectores– juzgar sus planteamientos quedándose simplemente en los ejemplos, ya que éstos únicamente ilustran un fondo teórico que se establece como norma general válida únicamente para el cristiano.

En el caso de Kant, sin embargo, las cosas funcionan de otra manera. El criterio máximo de autoridad es la razón, y sus postulados se proponen como valores universales, no sólo válidos para todos los hombres, también exigibles a todos y cada uno de ellos. Constant, espectador de los desmanes de la Francia post-revolucionaria, no puede aceptar un principio general que se desentiende del individuo y lo reduce a mera pieza del engranaje del sistema. En definitiva, lo que hace Constant es denunciar lo que de inhumano tiene un sistema absolutista como el kantiano.

A este particular, el peligro del idealismo filosófico, del que Kant se erige sumo sacerdote, es al que está dedicado gran parte de su estudio. Albiac confiesa haber tenido noticia de esta polémica hace ahora cuarenta años, a través de la lectura en París del Tratado de las virtudes de Jankélévitch. El por entonces veinteañero filósofo, bastante idealista –y por tanto bastante ignorante, según él mismo nos cuenta–, no captó la trascendencia de aquella polémica. El idealismo filosófico se le presentaba demasiado sublime. Seguramente aún no había identificado como tal el error del idealismo, esto es, la reducción del problema de la verdad al ámbito de lo jurídico, la reducción de la persona a mero súbdito del derecho. Aquel principio que triunfó en las ideologías totalitarias de diferente signo que asolaron Europa a partir del siglo XIX y que aún subyace en el imaginario de muchas otras.

Insertados por tanto en la realidad vital, en la libertad que presupone toda existencia digna, el derecho no tendrá nada que decir acerca del modo en que los ciudadanos gestionen la cuestión de la verdad o la mentira. Decir la verdad, o mentir, no será derecho, ni obligación ni deber; será, en todo caso, potestad del hombre, que contempla, juzga y actúa libre y consecuentemente; porque ¿no es acaso la conciencia la norma última de moralidad?

Immanuel Kant y Benjamin Constant, ¿Hay derecho a mentir?, Tecnos, Madrid, 2012, LXXVII + 43 páginas.

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Publicado en La Ilustración Liberal 52 (2012) 103-106.

viernes, 12 de octubre de 2012

El Concilio Vaticano II: cincuenta años de un nuevo modelo de Iglesia


El 11 de octubre de 1962 se inauguraba en la basílica de San Pedro en el Vaticano el vigésimo primer concilio ecuménico de la Iglesia católica. En una época en la que todo es histórico, en la que cada acontecimiento, por banal que sea, es considerado evento, el recuerdo de la celebración del Vaticano II puede no alcanzar el significado que realmente posee. No exageraron quienes lo definieron como un nuevo Pentecostés o como una brújula que orienta a la Iglesia en su actual tarea evangelizadora.

El 25 de enero de 1959, cuando todavía no se habían cumplido ni siquiera tres meses del inicio de su pontificado, Juan XXIII transmitió a un pequeño grupo de cardenales la intención de convocar un concilio general que atendiera la urgente necesidad de replantear algunas formas anticuadas de exposición doctrinal y de proporcionar nuevas directrices de disciplina eclesiástica. El papa bueno, experto conocedor de la historia de la Iglesia, sabía que aquélla era la mejor herramienta, no exenta de riesgos, para lograr una verdadera renovación de la vida eclesial.

El camino hacia el concilio no fue fácil. A las dificultades logísticas y organizativas de una asamblea tan numerosa de obispos, expertos y observadores, se añadieron las insidias de no pocos miembros de la curia romana que intentaron frenar o al menos obstaculizar la celebración del concilio. Entonces, como ahora, abundaban aquellos “profetas de calamidades” a los que hizo referencia Juan XXIII en su discurso de inauguración. Los malos augurios que presagiaban sus detractores no minaron el ánimo del papa, que, como afirmó en la constitución apostólica Humanae Salutis por la que se convocaba el Concilio Vaticano II, siempre creyó “vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad”.

Siguiendo la máxima teológica Ecclesia semper reformanda est, no siempre fácil de interpretar y actuar, Juan XXIII se opuso tanto a un modelo de concilio de lucha, como había sido el de Trento, como a uno de resistencia y de oposición al mundo moderno, como había sido el Vaticano I. Su intención fue renovar la Iglesia, purificarla, interpretar adecuadamente los signos de los tiempos, establecer un diálogo sincero con la sociedad contemporánea sin traicionar el Evangelio ni renunciar a la riqueza de la Tradición y allanar el camino de la unidad con el resto de las comunidades cristianas no católicas.

La convocatoria del concilio había sorprendido a muchos dentro y fuera de la Iglesia, si bien es cierto que desde hacía tiempo, durante el pontificado de Pío XII, se habían producidos los primeros pasos de reforma, importantes aunque tímidos. Más sorprendente aún fue el desarrollo de la asamblea conciliar. La libertad con la que se desarrollaron los debates constituye un modelo de cómo una institución tan jerarquizada como la Iglesia católica es capaz de lograr el objetivo de reformarse sin traicionarse a sí misma ni desmoronarse. Se votaron todos y cada uno de los pasos que se daban, tanto los meramente formales o metodológicos como los doctrinales. Cada uno de los documentos que aprobó el concilio fue sometido a votaciones parciales y totales, no sólo en su redacción definitiva sino también en sus esquemas previos. Ni Juan XXIII ni su sucesor, Pablo VI, obstaculizaron el libre debate en las asambleas plenarias y en las reuniones de las diferentes comisiones que estudiaban y preparaban los textos.

Se logró así un corpus de documentos que configuraron, a partir de entonces, la Iglesia contemporánea: cuatro constituciones que representan, en cierta manera, el armazón de las enseñanzas conciliares sobre la revelación divina, la Iglesia, la liturgia y la presencia de la propia Iglesia en el mundo contemporáneo; nueve decretos que tratan temas más delimitados: los medios de comunicación social, el episcopado, el ministerio y la vida sacerdotal, la formación sacerdotal, el apostolado laical, la renovación de la vida consagrada, el ecumenismo, las Iglesias orientales y la actividad misionera de la Iglesia; y tres declaraciones, un tipo de documento inédito hasta entonces en la tradición conciliar que está destinado a toda la humanidad y no solamente a los fieles católicos: sobre la educación cristiana, sobre la libertad religiosa y sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

La clausura oficial del concilio en 1965 no supuso el final del mismo. Un evento de estas características no tiene su objeto en sí mismo sino en la propia vida de la Iglesia. Fue a partir de entonces, en el período de recepción de sus conclusiones, cuando las enseñanzas del concilio se hicieron efectivas. La historia enseña que la aceptación de un concilio no es automática, que se requiere un período de explicación y de asimilación. No es nunca fácil y tampoco lo fue en aquella ocasión; a las circunstancias sociales, tan traumáticas a finales de los años 60, se unieron las divergencias en el seno de la Iglesia entre aquellos a quienes el concilio les supo a poco, aquellos que sintieron cómo la Iglesia se había traicionado a sí misma y aquellos que permanecieron indiferentes. Si se pregunta acerca de las novedades que introdujo el Vaticano II, a menudo se limita a señalar la reforma litúrgica –que por otra parte había ya comenzado en tiempos de Pío XII– y se marginan los dos aspectos realmente importantes: uno ad extra, el nuevo modelo de relación entre la Iglesia y el mundo contemporáneo y otro ad intra, la reforma de la propia vida eclesial. El período de crisis que siguió al concilio indica la magnitud de las reformas adoptadas. Cincuenta años más tarde se constata que aún no se ha agotado su riqueza y que queda mucho por aprender de él, conociéndolo y poniéndolo en práctica.

domingo, 23 de septiembre de 2012

"No está aquí"

"No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo" Mc 16, 6b-7.

Hace pocos días celebré el décimo aniversario de mi ordenación sacerdotal y tuve el honor de presidir una eucaristía en el lugar que la tradición venera como el sepulcro de Cristo -con bastantes pruebas arqueológicas e históricas que lo atestiguan (sí, los reformados buscaron y encontraron otro lugar, pero es que llegaban con siglos de retraso y el auténtico ya estaba repartido, no sin escándalo, entre latinos, griegos, coptos, armenios y sirios).




Había visitado el lugar en múltiples ocasiones desde el año 1995, pero esta vez tenía un significado especial. El ritual que ofrecen los franciscanos que custodian la parte latina de la basílica del Santo Sepulcro propone varias alternativas para la lectura del Evangelio. Recordé, al entrar, el texto de Marcos que encabeza esta entrada, quizás el más adecuado para entender lo que realmente significa y representa el lugar.

No pretendo entrar en exégesis complicadas, es domingo por la tarde y además para eso están los expertos, simplemente os cuento aquello que me vino a la cabeza en aquella media hora en la que permanecí en el interior de la minúscula capilla en compañía de mis padres y otras cuatro personas.




"No os asustéis". Bien dicho, autor de Marcos, porque hay quienes pudieran esperar algo que no lograrán encontrar; por ejemplo una prueba histórica de la resurrección de Jesús. No hay que asustarse porque el sepulcro esté vacío, en todo caso sí por el mal gusto con el que lo han adornado entre unos y otros anticipando en siglos el dichoso "café para todos".

"Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado". Efectivamente, un discípulo de Jesús, un verdadero cristiano, no hará otra cosa en su vida más que buscar a Jesús. Lo tendrá siempre a su lado, pero o no se dará cuenta o no logrará satisfacer del todo la verdadera necesidad que de él tiene. El Crucificado, aquel que entregó no sólo su muerte, sino toda su vida, predicando con el ejemplo.

"Ha resucitado; no está aquí". Si no fuera por esta frase yo no estaría escribiendo esta entrada ni habría celebrado aquella eucaristía. Es justamente la resurrección el evento que sin ser histórico más ha cambiado el curso de la Historia y de las historias de muchas personas, al menos de la mía (y no creo ser el único). "Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe", dice san Pablo (1Cor 15, 14). Efectivamente, Cristo habría dejado un buen mensaje, un óptimo ejemplo... como tantos otros que han dejado otras tantas personas a lo largo de los siglos, pero no habría dotado de pleno sentido la vida, la verdadera vida.

"Ved el lugar donde le pusieron". A eso se va a Jerusalén, a ver el lugar donde estuvo y ya no está. A intentar actualizar algunos episodios de su vida que transcurrieron en esta ciudad; echándole, eso sí, un poco de imaginación y quitando hasta veinte metros de estratos que se han ido acumulado en algunos lugares desde el s. I.

"Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro". Todo en el cristianismo es comunitario, o no es verdaderamente cristiano. No es una creencia individual, es compartida. No anula, sin embargo, al individuo (¡ay estos comunistas que proponen a Jesucristo como el primero de ellos!), sino que lo sitúa en su contexto más humano: vivir por y para los otros que son como él. De ahí la importancia del "id y decir"; si alguien se guarda para sí algo bueno y no lo comparte, o ese algo no es tan bueno o esa persona no es de fiar.

"Que irá delante de vosotros a Galilea". Allí donde todo empezó (cf. Hch 10, 37); aquel distrito de los gentiles (gelîl ha-goyim) del que hablaba Isaías al final de su capítulo octavo; aquel símbolo de universalidad, no de exclusividad; aquel lugar siempre actual, ya que no dejaremos de estar siempre en camino; aquel lugar, especialmente a la orilla del lago, en el que es más fácil, incluso hoy en día, imaginar cómo se desarrolló la vida de Jesús.



"Allí le veréis, como os dijo". Allí donde también empezó todo para cada uno de nosotros: nuestra familia o nuestro círculo más íntimo o donde descubrimos que la vida es mucho más de que lo que se nos presenta a simple vista. El lugar, nuestra vida, que, aun siendo gentil, se va santificando diariamente, porque "yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).

sábado, 8 de septiembre de 2012

El conflicto árabe-israelí

Ultimando el viaje a Israel, os dejo tres vídeos que explican con bastante claridad el origen, desarrollo y posibles soluciones de un conflicto que dura ya demasiado tiempo.


Habrá quien diga que mi posición es claramente pro-israelí, no lo oculto, estoy dispuesto a actualizar la entrada si alguien me ofrece una versión similar (pausada y documentada) proveniente del "otro lado".







Shalom!

sábado, 1 de septiembre de 2012

Muere una gran persona - Tránsito

No habría querido actualizar esta entrada tan pronto, Horacio ha cumplido ya su tránsito esta mañana, 6 de septiembre de 2012. Nos deja una obra magnífica y un recuerdo personal imborrable. Ahora podrá encontrar respuesta a todas las preguntas. Descansa en paz, amigo.

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Un gran vídeo de un gran hombre.


jueves, 28 de junio de 2012

El libro, una historia en curso


Imaginemos la historia de la comunicación escrita a modo de calendario. El 1 de enero correspondería al inicio de la escritura, en Sumeria; el códice aparecería en septiembre; Gutenberg, a finales de noviembre; internet, el 31 de diciembre a mediodía, y el libro electrónico, poco antes de dar las uvas. 

Es un modo fiel y sugerente de presentar esa historia, pero ya sabemos que la cronología no lo es todo. Afrontar la historia de la comunicación escrita no es tarea sencilla, pues intervienen muchos elementos que no necesariamente se suceden en el tiempo: autor, escritura, soporte físico, edición, distribución, difusión, lector.

Existen diferentes modos de elaborar una historia del libro. Podemos limitarnos al soporte físico y estudiar las tablillas de arcilla, los papiros, las hojas de palma, el pergamino, el papel o los circuitos internos de los dispositivos electrónicos. Podemos detenernos en la forma y analizar los rollos o los códices o las pantallas de los e-books. Podemos atender también a la escritura y a la caligrafía, bien manuscrita, bien impresa. Podemos, finalmente, estudiar el tipo de lector, el destinatario del complejo proceso de transmisión escrita de cualquier tipo de conocimiento.

El problema es cuando queremos hacer todo eso en poco más de doscientas páginas. Eso sí, magníficamente ilustradas.

El autor entiende por libro cualquier tipo de objeto material que sirva para transmitir conocimiento. Cabe de todo en una definición tan vaga, y es un punto de partida excelente para hablar de lo que queramos sin forzar el planteamiento: encuentran acomodo tanto los Rollos del Mar Muerto como una tarjeta de crédito, ya que ambos son realidades materiales y transmiten información; por no hablar del arte, que transmite múltiple información y que precede al origen mismo de la escritura –recuerdo sobre este particular una eterna discusión: el llamado arte rupestre, ¿es arte, es escritura, ambas cosas, ninguna?–.

Lo importante, en todo caso, es que el lector de esta obra que presento sepa que los conceptos sociedad de información y sociedad de comunicación, aunque de cuño moderno, existen desde hace milenios. A medida que avanza la técnica, como es lógico, se aceleran, se universalizan y perfeccionan, pero la transmisión escrita de ideas individuales y colectivas nace con el primer código de escritura.

Volviendo al libro, no obstante, hay que decir que el autor se defiende bastante bien y traza en modo oportuno el proceso de evolución desde las tablillas cuneiformes mesopotámicas al último modelo de libro electrónico. A veces se sale del guión, y es cuando deja aflorar algún que otro prejuicio ideológico y religioso.

La obra está dividida en cinco capítulos, que abarcan todo el arco temporal que he señalado anteriormente. Dependiendo de sus gustos, el lector podrá, por ejemplo, iniciar el viaje en Mesopotamia, saltar al Extremo Oriente, darse una vuelta por el Mediterráneo clásico, conocer lo que queda de la cultura escrita de la América precolombina, adentrarse en el problema de los derechos de autor y hacerse una idea de lo complejo que es el proceso de edición de una obra.

Lo más destacable de este libro es la parte dedicada a la presentación de los diferentes tipos de soporte material y todo aquello que técnicamente conllevan; digamos, el aspecto meramente físico. Se nos presentan muchos ejemplos de verdaderas obras de arte e ingenios tecnológicos, vamos descubriendo los sucesivos pasos que median entre la simple transmisión de ideas y el placer de aprender deleitando la vista, apreciando no sólo el contenido sino el continente. De las técnicas más rudimentarias al perfeccionamiento de la escritura, de la edición limitada propia de épocas tecnológicamente menos avanzadas a la difusión ingente e inmediata que proporciona internet...

El espacio dedicado a esos capítulos abarca la mayor parte de la obra. El resto se ocupa de aspectos estrechamente ligados a la historia del libro como tal pero que invaden otros campos de estudio. El estudio que se hace del lector, destinatario final de todo proceso de comunicación escrita, no satisface por completo, se deja llevar por muchos prejuicios y no parece haber recogido la riqueza que ofrecen otras obras, ya clásicas, que han tratado este asunto, como la Historia de la lectura en el mundo occidental. Tampoco acierta el autor, en mi opinión, en el examen que realiza del impacto social que necesariamente provoca la difusión del conocimiento. No creo que sea honesto descargar sobre una única comunidad religiosa, casualmente la católica, todas las culpas relativas a la censura, las prohibiciones y las persecuciones –parece que todavía hay quien piensa que la Ginebra de Calvino o el Londres de Enrique VIII tras su ruptura con Roma, por nombrar sólo dos ejemplos, fueron islas donde realmente se pudieron gustar en plenitud la libertad y el respeto a todo tipo de ideas y la tasa de alfabetización superaba incluso el 100%–.

Resulta muy interesante, en cambio, la exposición acerca de la propiedad intelectual. Más allá del debate actual, es curioso ver cómo surge la exigencia de tutelar los derechos del autor y del editor –los del lector parece que nunca han importado tanto–. Igualmente, es todo un placer, permítaseme la ironía, volver a recordar cómo la piratería no ha nacido con internet, cómo desde siempre ha habido polémica no ya acerca del derecho sobre la copia, sino sobre la propia idea; ya Cervantes la sufrió en sus carnes; recuerden cómo, en el capítulo 63 de la segunda parte, Don Quijote descubre en una imprenta de Barcelona nada menos que la falsa segunda parte de sus propias historias, escrita por un autor que no llega a identificar.

Háganse con éste u otro libro similar, abundan en el mercado, en todos encontrarán carencias o insuficiencias pero todos les ofrecerán la posibilidad de sentirse parte de esta larga historia del libro, que acompaña al hombre desde sus orígenes.


MARTYN LYONS: BOOKS, A LIVING HISTORY. Thames & Hudson (Londres), 2011, 224 páginas.
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miércoles, 13 de junio de 2012

El final del reino visigodo


Fray Luis de León, denunciando los deslices del último rey visigodo, se dejó llevar por la pasión que ha predominado en gran parte de la tradición historiográfica. Explicar un acontecimiento histórico, ya sea una guerra civil, una batalla o un reinado, con un par de frases ingeniosas convenientemente aderezadas ideológicamente es algo tan habitual como improcedente.

El problema a la hora de afrontar el final del dominio visigodo sobre la península ibérica es, como siempre, la escasez de fuentes y la dudosa veracidad de las mismas. Fray Luis se limitó a poner en verso una leyenda que comenzó a circular con éxito pocas décadas después de la llegada de los musulmanes.

La explicación tradicional parece querer zanjar el asunto de la desaparición del Estado visigodo asegurando que unos cuantos musulmanes cruzaron el Estrecho y, tras vencer a las tropas de un reino en descomposición en una sola batalla, se hicieron con el dominio de prácticamente toda la península. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas.

En primer lugar, en el año 711 el reino visigodo padecía la precariedad política que lo caracterizaba. Las luchas por el poder habían sido una constante durante toda su existencia. Las sucesiones pocas veces habían sido tranquilas y las sublevaciones estaban al orden del día. Nunca se encontró la medicina adecuada para frenar la enfermedad de los godos, feliz expresión de Fredegario, cronista galo del siglo VII, para referirse a la excesiva frecuencia con que los reyes visigodos eran eliminados. Podemos, por tanto, otorgar parte de la culpa a la debilidad política visigoda, si bien no fue un factor determinante.

La España de aquella época no carecía de relevancia internacional. ¿Cómo explicar, si no, la representación del último rey, Rodrigo, en los frescos del castillo jordano de Qusayr Amra? Ningún califa se habría enorgullecido por haber vencido al rey de un pequeño o insignificante Estado. Allí lo encontramos, sin embargo, acompañado de otras grandes personalidades de la época, como el emperador bizantino, el negus etíope, el rey de los sasánidas, el gran khan y el emperador de China. No todos corrieron la misma suerte de Rodrigo, pero sí podríamos concluir que, en el imaginario del emir que ordenó la construcción de aquel pequeño palacio una década después de la invasión musulmana, el reino visigodo era considerado, cuando menos, una potencia mundial.

Este hecho, por tanto, nos hace prestar atención a otro factor determinante y que en ocasiones se ha dejado de lado: la expansión árabe. En relativamente poco tiempo, un movimiento religioso que se había circunscrito a la península arábiga se extendió por todo Oriente Medio y el norte de África, hasta llegar al Atlántico. Sus conquistas se irían afianzando poco a poco. Al inicio, al menos en su expansión hacia el oeste, fue apropiándose de pocas y pequeñas zonas estratégicas, desde donde poder apoyar campañas militares. Fijó su objetivo en la península ibérica sólo cuando llegó al extremo occidental de África. La campaña de 711 no fue la primera acción militar que llevó a cabo contra el reino visigodo, pero sí la más organizada: anteriormente había lanzado otros ataques, pero más a modo de incursión, con el fin de hacer botín.

Al llegar en aquella ocasión a la península, aun siendo inferiores militarmente, los invasores se encontraron con un enemigo desorganizado, más acostumbrado a luchar contra enemigos internos que contra amenazas externas. Los propios límites del reino visigodo, circunscritos a la península, a excepción de una pequeña parte de la antigua Narbonense, hicieron prestar menor atención a un eventual ataque exterior de envergadura (el caso de la presencia bizantina en algunas partes del territorio peninsular durante todo el período visigodo no supuso nunca una amenaza real para la integridad del reino).

Otro punto débil del reino era la conexión entre la casta dirigente, casi en su totalidad visigoda, y la sociedad, mayoritariamente de tradición hispano-romana. Los dos siglos largos de gobierno visigodo no lograron superar del todo esa dicotomía, y el pueblo en momentos de convulsión sólo reacciona y se muestra fiel cuando encuentra alguien con la autoridad y el prestigio suficientes para dirigirlo. Quizás la Iglesia, que al igual que la mayoría del pueblo era de origen hispano-romano, hubiera podido ejercer esa labor de unificación, o cuando menos de afianzamiento de la identidad nacional, pero llevaba décadas intentándolo y fracasando continuamente, ante la genética terquedad visigoda.

Por tanto, la mayor virtud árabe fue el saber aprovechar la ocasión sirviéndose de las debilidades del enemigo. Cualquier otro invasor, seguramente, habría obtenido el mismo éxito.

El reino visigodo desaparecía en pocos meses, víctima de una nueva potencia que permanecería demasiados siglos en España. Suele hacerse balance de aquel período y sacar conclusiones que puedan explicar el desarrollo de la historia posterior. Hay quienes creen encontrar en aquellos siglos la cuna de la actual España. Otros, por el contrario, no creen que la aportación visigoda a la historia general de España sea de envergadura. La polémica, en todo caso, está siempre servida porque se trata más de ideología que de Historia.

Conviene tener presente, al final de esta panorámica sobre el período visigodo, dos aspectos que son fundamentales y sobre los que el amable lector podrá reflexionar para darles el valor adecuado.

En primer lugar, de todos los territorios conquistados por los árabes, la península ibérica fue el único que logró desembarazarse de ellos. Costó mucho tiempo y esfuerzo, todo el período medieval, pero quedó demostrado que el islam no pudo anular la identidad hispano-romana y cristiana de la mayoría de la población. En segundo lugar, pero estrechamente unido a lo anterior: la nueva nación que se fue formando no sólo según avanzaba la Reconquista sino en cierta medida también antes, inmediatamente después de la desaparición del imperio romano de Occidente, nunca cambió de nombre. La Galia romana se convertiría con el tiempo en la franca Francia; Hispania, por el contrario, pasó a ser directamente España, no Gotia. Sea por la brevedad de su dominio, sea porque nunca lograron una plena integración, lo cierto es que los visigodos dejaron una huella poco profunda, que sería magnificada más tarde por la necesidad política de fijar el origen de la nación española.

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lunes, 11 de junio de 2012

Nuevas tecnologías y literatura cristiana antigua




Las nuevas tecnologías han puesto a disposición de todos muchas obras que hasta hace poco sólo estaban al alcance de quienes iban a bibliotecas especializadas.

Os dejo una serie de recursos que pueden resultar útiles para vuestras lecturas, investigaciones o simplemente para saciar vuestra curiosidad. Hay muchos más, lógicamente, pero para un primer acercamiento creo que son suficientes por ahora.

He revisado los enlaces hoy mismo, 11 de junio de 2012, pero ya sabéis que esto de Internet cambia con frecuencia.


1. CATÁLOGOS DE BIBLIOTECAS Y BIBLIOTECAS DIGITALES






2. BASES DE DATOS


2.1. Textuales









Patrologia Latina (requiere subscripción)

Patrologia Græca (requiere subscripción)

Scirus



2.2. Por autores

Tertuliano. Contiene también obras de otros autores.




Éstos y otros recursos, con una actualización relativamente constante, se pueden también encontrar en la página web de la Biblioteca Augustinianum.

¡Buena lectura!

miércoles, 16 de mayo de 2012

La conversión de Recaredo


Los monarcas visigodos tuvieron que afrontar tres problemas principales que constituyeron desde el inicio una amenaza para la estabilidad del reino: uno político, el carácter electivo de la monarquía, que por lo general impedía transiciones serenas; otro social, una minoría visigoda que regía los destinos de una mayoría hispano-romana; y un tercero religioso, el arrianismo de la casta política, que chocaba con el catolicismo mayoritario.

Los problemas de sucesión al trono nunca se resolverían, pese a los esfuerzos hechos en alguno de los concilios de Toledo. La cohabitación entre visigodos e hispano-romanos fue mejorando gracias a reformas legales como la que autorizó los matrimonios mixtos, que contribuyeron sustancialmente a la cohesión nacional. En cuanto a la cuestión religiosa, más allá de la convicción personal de los convertidos, que no compete a la Historia, se resolvió por decreto.

El camino no fue fácil, con un sinfín de conflictos políticos, sociales, económicos, religiosos e incluso familiares, y una guerra más que civil –en palabras de san Isidoro– entre los miembros de la familia real.

Recaredo había sucedido en el trono a su padre, Leovigildo. Éste, maniobrando inteligentemente para afianzar su poder, había no sólo triunfado en diversas campañas militares –que permitieron la ampliación de los territorios del reino–, sino asociado al Gobierno a sus dos hijos, Hermenegildo y el propio Recaredo. Dio origen, de este modo, a una pequeña dinastía que, aunque no pervivió demasiado tiempo, sí contribuyó decisivamente a modelar un nuevo perfil del Estado visigodo.

Leovigildo consideró que el reino difícilmente podía prosperar si no se actuaba directamente sobre los problemas que afectaban a su estabilidad. Fortalecido por los éxitos de sus campañas militares, que mantuvieron calmada a la siempre intrigante nobleza visigoda, decidió dar un paso más hacia la unidad del reino. Tal ambición no sería posible si no se lograba superar la división religiosa que aún existía en la España de la segunda mitad del siglo VI. Los dos grupos religiosos más importantes eran el catolicismo y el arrianismo. Existía también un buen número de judíos, y el paganismo aún no se había extinguido totalmente, pero su influencia era menor.

Leovigildo ideó un plan que pasaba por suavizar los postulados arrianos a fin de hacerlos aceptables para los católicos. Con ese fin convocó en el año 580 un concilio de obispos arrianos en Toledo. Los resultados no fueron los previstos, puesto que no era fácil hacer converger hacia el arrianismo no sólo a la inmensa mayoría de la población, sino a toda una tradición teológicamente superior y segura de su ortodoxia, compartida, por lo demás, con el resto del orbe cristiano. El arrianismo no dejaba de ser una rémora del pasado, superada ya dogmáticamente, y sobrevivía únicamente gracias a que era la religión de quien ejercía el poder político. Leovigildo no se resignó e intentó por todos los medios llevar a cabo su plan.

Aunque es cierto que en muchas ocasiones se empleó con violencia, no podemos afirmar que desencadenara una persecución contra los católicos. Envió al exilio a algunos obispos y obligó a rebautizar bajo amenazas a muchos católicos, pero nunca se trató de una persecución formal o general al modo en que parte de la tradición historiográfica lo ha querido presentar. No debe olvidarse que los católicos no sólo eran mayoría, sino que controlaban grandes áreas de poder, principalmente en los terrenos económico y cultural, y su influencia en la sociedad no era menor. Así se explica la resistencia episcopal y de gran parte de la nobleza hispano-romana a los planes unionistas de Leovigildo.

A estas dificultades externas se unió una interna. Leovigildo había encargado el gobierno de algunas zonas del reino a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo. Al primero le fue encomendado lo que fuera la Bética romana. Poco después comenzaron los conflictos entre Hermenegildo y su padre. Sagazmente, Recaredo estaría siempre de parte de Leovigildo; quería hacer méritos ante la nobleza con vistas a la sucesión.

Las fuentes contemporáneas de que disponemos difieren a la hora de explicar los motivos y el desarrollo de esta guerra civil y familiar. Mientras que los autores extranjeros inciden en el factor religioso –Leovigildo no habría aceptado la conversión al catolicismo de Hermenegildo–, los nacionales pasan por alto este aspecto y se centran en cuestiones meramente políticas. La hagiografía sobre Hermenegildo surgiría muchas décadas más tarde; entre otras cosas, porque pocos autores contemporáneos habrían tenido el valor de echarle en cara al recién convertido Recaredo las tropelías que su padre y él habían cometido contra su hermano mártir.

Leovigildo murió sin haber logrado sus objetivos. Le sucedió su hijo Recaredo, aunque no sin haber superado algunas dificultades iniciales –parte de la nobleza y de su propia familia seguía intrigando contra él–. El nuevo monarca afrontó el problema de la consolidación del reino en modo diverso a como lo había enfocado su padre. En lugar de forzar la conversión de los católicos, estimó que quizá fuera más sencillo convertirse él. Lo logró, pero no sin dificultades y con grave riesgo de perder algo más que la corona.

El arrianismo había creado una jerarquía paralela a la católica, aunque ésta gozaba de una mejor organización. Siguiendo la tradición tardorromana, los obispos católicos ejercían toda una serie de funciones que iban más allá de las estrictamente pastorales. Administraban justicia, gestionaban asuntos económicos, administrativos y de instrucción. Su poder y sus recursos eran grandes, y Recaredo se dio cuenta de la inutilidad de luchar contra unas instituciones tan fuertemente arraigadas.

No toda la parte arriana aceptó en bloque la nueva política del rey. Recaredo tuvo que sofocar durante dos años algunas rebeliones, en Mérida, Toledo y la zona narbonense. Superadas las dificultades, podía ya presentarse ante el órgano supremo de la iglesia española para sancionar la unidad religiosa del reino visigodo bajo la ortodoxia católica. Era el 8 mayo del año 589, en la sesión inaugural del tercer concilio de Toledo.
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jueves, 10 de mayo de 2012

Roma: una historia cultural


A lo largo de su milenaria historia, Roma ha sido desvalijada y ultrajada en numerosas ocasiones. Robert Hughes lo ha vuelto a hacer, con este libro que rezuma resentimiento y en el que muestra una supina ignorancia.

Roma es la excusa y el reclamo para intentar vender una visión muy particular y sectaria de la historia, como descubrirá enseguida hasta el lector más incauto. Siendo generosos, diremos que el espacio dedicado a la Ciudad Eterna no va más allá de un tercio del total; el resto es un sucederse de opiniones acerca de los temas más variopintos: filosofía, historia, arte, política y religión –con especial ensañamiento hacia el cristianismo y particularmente, ¡oh gran novedad!, el catolicismo–. Podrá alegarse en defensa de este montón de páginas que el influjo de Roma va más allá de su término municipal, y es cierto, pero ni siquiera así se justificarían los subjetivos, extensos, hoscos y acríticos discursos sobre temas que parecen afectar más a los complejos personales del autor que a la propia urbe.

En los primeros capítulos Hughes disimula muy bien su conocimiento acerca del origen, desarrollo y posterior desaparición de ciertas instituciones del mundo clásico. Parecería, por ejemplo, que nada pudiera sorprender al lector una vez que el capítulo titulado "El Imperio tardío" comienza con el gobierno de Calígula, tercer emperador, bajo cuyo mandato, seguramente, se instituyeron las bases de la desaparición del Imperio occidental... ¡más de cuatrocientos años después! Sin embargo, no es así: Hughes va mucho más allá y se empeña en ilustrarnos con su ignorancia sobre temas relacionados con la política imperial, las clases sociales, la economía, el comercio, la expansión del cristianismo y la antigua literatura cristiana. Lo hace, además, con un lenguaje a menudo soez y ofensivo tanto para el lector, que no se espera ciertas expresiones malsonantes e innecesarias en un ensayo aparentemente histórico, como para la verdad, que para imponerse no necesita de figuras supuestamente retóricas.

A medida que se adentra en épocas más recientes, Hughes deja a un lado la narración histórica y se centra en la vida y milagros de algunos de los principales artistas que trabajaron en Roma. Quizás sea la parte más interesante del libro, aunque sigue sin responder al reclamo publicitario y en lugar de Historia nos presenta un largo sucederse de batallitas. ¿Cómo se puede hablar, por ejemplo, de Miguel Ángel y la Capilla Sixtina sin citar alguna de las últimas aportaciones de Pfeiffer o las explicaciones –no exentas de polémica, aunque bien razonadas– de Blech y Doliner? Lo mismo para Rafael, Bernini y tantos otros autores.

Delirante, por último, es el tratamientos de la Roma contemporánea. Por poner sólo tres ejemplos: la toma de la ciudad en septiembre de 1870 por parte de las tropas del nuevo reino de Italia ocupa el espacio de... ¡una frase¡; Mussolini es presentado como un nuevo Cola di Rienzo, héroe procedente de la clase popular que se enfrenta al poder establecido; y la masacre de las Fosas Ardeatinas es despachada en un par de párrafos sólo cuando se habla de la obra artística de Gattuso... Debe de ser que la gárrula dolce vita felliniana es más interesante, y por eso Hughes se explaya dedicando varias páginas a Via Veneto y alrededores.

Para dejar claro que no se inventa nada y que no tergiversa los datos, Hughes ofrece un número abrumador de notas al pie: cero. Las treces páginas de bibliografía no cubren esta falta de respeto a la investigación honesta; echamos de menos numerosas obras fundamentales, clásicas y modernas, a autores indispensables como Santo Mazzarino, Andrea Giardina, Peter Heather, Peter Brown, Giacomo Martina, etc. Aunque, eso sí, gracias al traductor, que a su buen conocimiento del inglés une un tenuísimo barniz de cultura general, descubrimos, y ésta es sólo una perla del tesoro que está repartido por todo el libro, que Pablo de Tarso escribió una carta a los tesalonios [sic], hecho que ignoro si alegrará o por el contrario inquietará a exégetas y teólogos.

La divulgación es un arte difícil, del que son capaces sólo aquellos autores que dominan la materia y por tanto van a lo esencial, sin perderse en detalles o anécdotas insignificantes o comentarios intrascendentes, cuando no insultantes. Hughes cree conocer Roma porque estuvo en ella cuando era joven y después volvió no sé cuántas veces. A Roma no se la conoce sólo visitándola, ni siquiera sólo viviendo en ella, sino leyéndola en la impronta que ha dejado en el arte, la historia, la política, la filosofía y la religión. Si Hughes, siendo honesto, hubiera pretendido que su lector conociera Roma, podría haber hecho dos cosas: editar una guía de esas que utilizan sus odiados turistas –y es que, además de ignorante y maleducado, el de los antípodas es un clasista... ¡de primera!– o pasarse media vida en un par de buenas bibliotecas y, una vez asimilado lo leído, iniciar humildemente una aproximación a la historia cultural –manía de poner apellidos a todo– de Roma. Pero no, ha optado por la brocha gorda y los más burdos lugares comunes, y, claro, por pelearse a cara de perro con el rigor intelectual.

Es una lástima que en esta ocasión el sello que ha publicado este volumen no haya hecho honor a su nombre. En futuras aventuras editoriales sobre la historia de grandes ciudades debería seguir el rumbo que él mismo se fijo con el Jerusalén de Montefiore, uno de los mejores libros del año pasado.

Así pues, amables lectores, empleen el dineral que cuesta este libro para financiar al menos un tercio de lo que cobran la mayor parte de las aerolíneas que conectan diversos aeropuertos españoles con el de Fiumicino. Descubran por ustedes mismos la grandeza que tuvo y pretende mantener Roma. No se dejen engañar por la sugestiva solapa del volumen, déjense encantar, en todo caso, por los atractivos que aún luce la ciudad ribereña del Tíber... ¡y no permitan que se les caduque el carné de la biblioteca!

ROBERT HUGHES: ROMA, UNA HISTORIA CULTURAL. Crítica (Barcelona), 2011, 574 páginas.
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