sábado, 31 de diciembre de 2011

Aquí, Jerusalén.


Jerusalén domina desde hace siglos no sólo la atención de las innumerables potencias políticas y religiosas que han ido reclamando la hipotética parte que supuestamente les correspondía de ella, sino la de todo miembro de cualquiera de las tres tradiciones culturales y religiosas monoteístas –judaísmo, cristianismo e islam– que la consideran parte de su patrimonio.

"Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no te pongo, Jerusalén, en la cumbre de mi alegría". El autor del salmo 137, que narra los sentimientos del pueblo hebreo deportado en Babilonia, seguramente nunca imaginó que sus palabras serían las más fervientemente vividas y practicadas a lo largo de toda la historia. Ni judíos, ni cristianos ni musulmanes han dejado de tener presente a la ciudad santa a lo largo de tantos siglos de reivindicaciones, guerras, treguas, pactos, traiciones, construcciones y profanaciones. Ninguna mano se ha secado y ninguna lengua ha quedado pegada al paladar de nadie, aunque en ocasiones habría sido más que deseable. Todos, de una manera u otra, se han pronunciado sobre Jerusalén y todos han actuado en ella.

Simon Sebag Montefiore ha sido uno de los últimos en escribir sobre la ciudad santa. No podemos decir "el último" porque seguramente desde la aparición de este libro, hace pocos meses, se hayan seguido publicando innumerables artículos periodísticos, arqueológicos, históricos y teológicos sobre ella. No es que Jerusalén esté actualmente de moda, es que nunca ha dejado de estarlo. Pues bien, la monografía de SSM es probablemente el mejor estudio que se ha hecho sobre Jerusalén en mucho tiempo. Presenta cronológicamente la historia de la ciudad desde el momento en que aparecen las primeras referencias históricas, o al menos las primeras fuentes escritas creíbles, contemporáneas del rey David, hasta la reciente –aunque en Oriente Medio la noción de tiempo nunca ha sido algo que realmente importe– Guerra de los Seis Días. Al cuerpo de la obra le precede, por una parte, un prólogo explicativo en el que se insiste continuamente sobre la prudencia con la que se ha de afrontar el estudio y la lectura de un tema tan sensible como éste; y le sucede, por otra, un epílogo en el que, alejado del estilo de crónica predominante en el resto del volumen, el autor realiza un análisis más personal y político de los últimos años y de las perspectivas que se presentan.

Al lector, haya estado o no allí, le parecerá ir leyendo una historia familiar, porque Jerusalén forma parte innata de nuestra cultura. Los reyes de las monarquías hebreas, los jefes de las diferentes dinastías asirias, egipcias, griegas, romanas, árabes, otomanas, europeas..., todos han pasado por allí y han dejado su huella más o menos marcada. Todos han construido esa Jerusalén que hoy se nos presenta demasiado cargada de historia y muy desprovista, como siempre, de un presente y de un futuro estables.

El libro está dividido en nueve partes principales, que reflejan los períodos históricos que han marcado el carácter de la ciudad: judaísmo, cristianismo, paganismo, islam, cruzadas, mamelucos, otomanos, imperio y sionismo. Junto a esta historia oficial, que ve a la propia Jerusalén como parte integrante de proyectos políticos o religiosos de diferentes imperios, el autor presenta muchos datos sobre otros protagonistas más desconocidos pero igualmente importantes y decisivos. Numerosos aspectos de la vida cotidiana, la más real si se quiere, enriquecen el libro y lo convierten en una verdadera biografía. Hay aquí abundante información, bien distribuida y sobre todo bien documentada. A las breves aunque numerosas notas explicativas a pie de página se añaden más de cien páginas de bibliografía, setenta de ellas dedicadas a indicar las fuentes consultadas al abordar cada uno de los temas tratados a lo largo de toda la narración. Lástima que la edición española no esté a la altura del original: al precio excesivo e injustificado se añaden no pocos errores de traducción y de edición –la transliteración, por ejemplo, de algunos nombres y términos hebreos y árabes hiere la vista–.

Con todo, insisto: se trata de una óptima monografía de lectura más que recomendable, que permitirá a quien a ella se acerque disfrutar de este patrimonio común que es Jerusalén. Conocer con más detalle la ciudad que ha estado presente en la mente y en el corazón de millones de personas a lo largo de los siglos. Entender la santidad del lugar y al mismo tiempo su excesiva humanidad. Quiénes la han verdaderamente amado, protegido y venerado; quiénes la han mancillado, manipulado y desvirtuado.

El juicio de cada lector, al igual que el de este reseñador, será subjetivo, como no podía ser menos. Habrá quienes encuentren motivos para justificar su simpatía, su indiferencia o su animadversión por uno u otro grupo religioso, político o social. Podrá, quizás, crear o modificar su posición sobre el actual conflicto que padece la ciudad y emitir un juicio, también personal, sobre las causas del mismo y sus posibles soluciones. Podrá hacer todo esto porque habrá leído un libro bastante equilibrado, que no esconde las vergüenzas de ningún grupo religioso, de ninguna raza y de ningún movimiento político, antiguo o contemporáneo.


SIMON SEBAG MONTEFIORE: JERUSALÉN. LA BIOGRAFÍA. Crítica (Barcelona), 2011, 853 páginas.

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martes, 13 de diciembre de 2011

¿Libertad religiosa en el Reino Unido?

Desde 1949, cada dos años tiene lugar la reunión de los jefes de Gobierno de los 54 países que conforman la Commonwealth. Este año se celebró a finales de octubre en la ciudad australiana de Perth, y el primer ministro británico, David Cameron, aprovechó para anunciar su propósito de emprender una serie de reformas constitucionales relacionadas con el derecho de sucesión.
A causa del sistema legal británico –carente de una Carta Magna o Constitución al modo continental–, las reformas deberán realizarse con cautela, revisando un sinfín de leyes, decretos y normas que han ido promulgándose a lo largo de la historia. Además, deberán ser aprobadas por los Parlamentos de los dieciséis países de los que Su Graciosa Majestad es soberana.
La primera de ellas se refiere a la discriminación por motivo de género: "Aboliremos la norma de la primogenitura masculina, de modo que en el futuro el orden de sucesión deberá ser determinado simplemente por el orden de nacimiento, y hemos acordado aplicar esta norma a todos los descendientes del Príncipe de Gales". Por si alguien no entendía esta propuesta –el mundo anglosajón parece haber perdido capacidad de raciocinio–, inmediatamente la explicó con un ejemplo: "Si el Duque y la Duquesa de Cambridge tienen una niña pequeña [sic], esa niña será un día nuestra reina".
La otra propuesta de reforma se refiere a la eliminación de otra discriminación no menos importante: "En segundo lugar, hemos decidido abolir la norma que establece que quien se case con un católico no puede ser monarca". "Permítanme ser claro –volvía a acotar el primer ministro, esta vez no en modo pueril sino bastante inexacto–, el monarca debe estar en comunión con la Iglesia de Inglaterra porque es cabeza de esa Iglesia. Pero es sencillamente erróneo que se le niegue la posibilidad de casarse con un católico si desea hacerlo. Después de todo, ya es libre de casarse con alguien de cualquier otra religión".
Si esta segunda propuesta se convierte en ley, algo que ya se da por seguro, ningún miembro de la familia real británica incluido en la línea de sucesión tendrá que renunciar a sus derechos por casarse con alguien de confesión católica, ni este alguien deberá renunciar a su fe para evitar que su futuro cónyuge sea apartado de los derechos dinásticos.
Hasta aquí, todo claro. Se elimina una aberración jurídica e histórica según la cual sólo los católicos –no los ortodoxos, los protestantes, los judíos, los hindúes, los musulmanes o los fieles de cualquier otra religión, o los simplemente ateos– interferían de manera decisiva en los derechos dinásticos de la monarquía británica. David Cameron podría haber concluido su propuesta con la primera frase; movido, no obstante, por su afán pedagógico, continuó explicitando la propuesta... y ahí se complicó todo. Al reafirmarse y no tenerse intención de cambiar el estado actual de las cosas, según el cual el monarca británico debe estar en comunión con la Iglesia de Inglaterra, de la cual es cabeza, no sólo se permite que siga habiendo una discriminación contra los católicos (y en este caso contra cualquier fiel de otra confesión que no sea la anglicana) en lo referente a la sucesión, sino que se niega al rey o a la reina de turno uno de los derechos fundamentales y elementales de toda persona: el derecho a profesar libremente la religión que desee.
El problema tiene una solución sencilla: separar los dos encargos y dejar por un lado el trono británico y por otro el gobierno supremo de la Iglesia de Inglaterra. Se da el caso, además, de que el monarca británico es titular del trono del Reino Unido y de otros quince estados más, pero es cabeza únicamente de la Iglesia de Inglaterra –que es sólo una parte del Reino Unido–, no de la de Escocia, o de la de Nigeria, o de la de Jamaica, o de la de Papúa Nueva Guinea.
Desde hace décadas, los monarcas británicos asisten a los oficios de un templo perteneciente a la Iglesia de Escocia, no a la de Inglaterra, cuando disfrutan de sus vacaciones en Balmoral. La reina Victoria tuvo que salir al paso de las críticas cuando fue acusada no sólo de frecuentar la liturgia de otra Iglesia diferente a la inglesa, sino de comulgar en y con ella; se justificó diciendo que, como reina de Escocia que era, tenía también derecho a asistir al culto de esa otra iglesia nacional. ¿Qué ocurriría si el templo en cuestión pasara mañana a formar parte de la Iglesia Católica? ¿Se llevaría la actual reina Isabel a un capellán desde Inglaterra o se quedaría sin poder manifestar comunitariamente su fe –a este punto, dudo ya si anglicana, protestante o del grupo mixto–; o, como señalan algunos, se acercaría a la Iglesia Católica, por la que parece que cada día siente más afinidad?
El movimiento ecuménico presenta pocos problemas teológicos que no puedan ser superados –recuérdense cómo se fueron superando las polémicas doctrinales durante los primeros siglos del cristianismo–, pero se enfrenta a otros de carácter histórico, social y político que lo hacen, por el momento, inviable. No sólo la cuestión de la autoridad o del primado del obispo de Roma que ya señalara el propio Pablo VI en 1967 –"El Papa, lo sabemos bien, es sin duda el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo"–, y que podríamos aplicar, mutatis mutandis, al caso del soberano británico, sino el rechazo acrítico por parte de las Iglesias separadas de Roma, ya sea en 1054, durante el Cisma de Oriente, ya sea tras la Reforma protestante, a todo aquello que suene a católico o a papista –como prefieren en aquellos ambientes–.
Si el rey de Inglaterra pretende terminar con cualquier tipo de discriminación, que comience por explicar el sentido de uno de sus títulos, Fidei Defensor, y renuncie bien al título, bien al artículo determinado que precede al sustantivo fe en la traducción vernácula del mismo.
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viernes, 2 de diciembre de 2011

Filosofía con efectos secundarios


Si algo le ha gustado al ser humano desde sus inicios es clasificar, colocar etiquetas a las cosas y a las personas. Puestos a encasillarnos, me incluiré en el grupo de aquellos que considera que la filosofía o es práctica (= ética) o no es tal. Esto no significa que otros aspectos de la filosofía sean vanos, innecesarios o, peor aún, estén superados, más bien al contrario: son la base para construir un estilo de vida conforme a razón.

La preocupación por las cuestiones filosóficas, esto es, por el cómo y el por qué vivir sabia y adecuadamente, nunca ha atraído a las multitudes, y menos aún en nuestros tiempos, en que nos han querido debilitar el pensamiento sin ofrecernos a cambio más que el ansia de vivir para consumir, la sed de lo efímero. Se hace necesario, por tanto, reivindicar el puesto que merece la reflexión filosófica. De los planes de estudio aún no ha desaparecido, pero nuestros alumnos reciben por lo general un mero barniz filosófico... que no hacen sino repetir en el momento de rendir cuentas a la hora del examen. Se memoriza pero no se interioriza, de ahí que el conocimiento del estoicismo vaya a la misma saca que la información sobre el número de puentes del año académico en curso.

Para cubrir los huecos que, con este panorama, no puede cubrir la filosofía están los libros de autoayuda, que copan las librerías. Es ése un término engañoso, ya que por lo general esos textos prestan poca ayuda y desde luego no en modo auto-, pues sus autores imponen al lector una manera de hacer o de pensar para alcanzar la meta prometida, so pena de volver éste a la situación anterior a la compra del tocho en cuestión... con unos cuantos euros de menos en el bolsillo.
El libro que nos ocupa está a medio camino entre la filosofía y la autoayuda. La idea de presentar brevemente a un tipo de lector no iniciado en la filosofía clásica la vida y el pensamiento de alguno de sus representantes más o menos conocidos no está mal, y se ha intentado llevar a la práctica en otras ocasiones. En este caso, es el desarrollo lo que falla. El autor, a pesar de haber colgado los hábitos de pastor anglicano que una vez vistió, no renuncia a dedicar una buena parte de cada capítulo al adoctrinamiento, a modo de prédica con no poca moralina y bastante tendenciosidad. Esto es lo que impide a estas páginas ser una suerte de introducción o al menos disertación válida sobre una parte del pensamiento clásico y lo que las hace militar en las filas de la autoayuda. Aun así, no es un libro que deba desecharse por completo.
Popularizar la filosofía, en este caso la clásica, es algo digno de elogio. Hay mucho material muy válido en muchos de los autores que se sucedieron desde los presocráticos hasta Boecio, por poner unos límites generalmente aceptados. Muy a menudo los manuales, por no hablar de las monografías o ensayos sobre autores o escuelas concretos, son inaccesibles al gran público no porque escaseen o sean costosos, sino porque están escritos en un modo y con una finalidad que asustan al lector común –que nadie se sienta ofendido por ello, puesto que cada uno elige en qué especializarse–. Así que cualquier esfuerzo de divulgación será siempre bien acogido, y es esto precisamente lo que da valor al presente libro.
El público no especializado agradecerá saber que, aparte de Sócrates, Platón y Aristóteles, existieron Pirrón de Elis, Aristipo, Onesícrito, Cleantes, Menipo, y así hasta llegar a veinte. El criterio de selección es más que discutible: las informaciones sobre la filosofía romana son escasísimas, y nulas las referencias a la filosofía patrística de los primeros siglos; quizá nuestro autor, en su políticamente correcta inquina hacia lo cristiano, pretende que ignoremos que también fueron filósofos Justino de Nablús, Clemente de Alejandría o Agustín de Hipona. Él no los desconoce, y usa a alguno de ellos para contraponer la luz y la grandeza de la filosofía a la oscuridad y finitud del pensamiento cristiano. El capítulo dedicado a la mártir pagana Hipatia es una muestra de ello. Repite los mismos tópicos y medias verdades que hubieron de sufrir los espectadores de una película española sobre la susodicha estrenada hace un par de años. Recuerdo haberme unido al aproximadamente 70% de los que se echaron una cabezadita mientras la proyectaban en una conocida sala de cine madrileña; esta vez me he aguantado, porque me interesaba la opinión de un cristiano agnóstico sobre los conflictos entre paganismo y cristianismo en la Alejandría del s. V: me fue mejor en el cine.
Considerando que no todo libro es bueno pero sí útil para iniciar una reflexión –por vía positiva o negativa–, no desaconsejo la lectura de estos podcasts –algunos también disponibles en vídeo–, siempre y cuando se lean, como todo, con ánimo crítico. Con idéntica actitud debería leerse la Historia de la filosofía griega en dos volúmenes –"Los presocráticos" y "De Sócrates en adelante"– de Luciano Di Crescenzo, máximo representante de estos intentos fallidos de popularizar la filosofía clásica, ya que una cosa es hacerla accesible y otra bien distinta ridiculizarla hasta el punto de banalizarla y convertirla en objeto de chanza.
Aunque, insisto, no es ésta una lectura del todo estéril, al lego realmente interesado en la filosofía clásica le recomendaría, por ejemplo, ¿Qué es la filosofía antigua?, de Pierre Hadot: por muy poco dinero, conocerá lo que realmente supuso este período fundamental de la historia del pensamiento occidental.

MARK VERNON: LOS PODCASTS DE PLATÓN: GUÍA DE LOS ANTIGUOS PARA LOS MODERNOS. Alianza Editorial (Madrid), 2011, 237 páginas.
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jueves, 1 de diciembre de 2011

Los concilios de Toledo


El 8 de mayo del año 589, durante la inauguración del tercer concilio de Toledo, se oficializó la conversión al catolicismo del rey Recaredo. Se ponía fin de esta manera a una división religiosa que, junto a otras amenazas, ponía en peligro la pretendida unidad política del siempre inestable y frágil reino visigodo.

El desconocimiento de las fuentes da paso a la manipulación y a la adulteración de los hechos, lo que imposibilita la labor de hacer historia. Seguramente Gibbon exageraba cuando decía que las leyes son "la parte más importante de la historia de una nación", pero no andaba muy desencaminado. Detenerse a estudiar el corpus legislativo de una nación y de un período histórico determinado nos ofrece la posibilidad de conocer mejor otros aspectos sustanciales, como el tipo de gobierno, la composición social del pueblo en cuestión, sus preocupaciones, urgencias, etc. Esto es válido para todas las épocas y en particular para el período visigodo, a menudo mal-tratado por la historiografía patria.

La descomposición del imperio romano dio paso, en España, a diferentes reinos bárbaros de desigual fortuna, lo que desembocó en la afirmación de uno de ellos, el visigodo. Su intención de querer implantar nuevos usos, costumbres e instituciones se vio pronto frustrada. Una vez más, el conquistador fue conquistado... y en este caso romanizado.

Una de las instituciones que más colaboró en el proceso de integración fue la iglesia. Bien es cierto que no fue fácil, ya que a la iglesia existente en España, católica, se enfrentó la invasora, arriana. Como todas las comunidades heréticas, el arrianismo chocaba no sólo contra los pilares fundamentales de la fe ortodoxa, también contra sus instituciones. Al igual que había sucedido en otras partes de Occidente –y no digamos de Oriente–, el arrianismo creó una iglesia paralela en España.

Las diferencias teológicas se reflejaban también en los ámbitos social y político. Pretender la unidad y la consolidación de un reino en tales condiciones no era factible, de ahí los esfuerzos de gobernantes y líderes religiosos para superar tan enormes dificultades. En el caso de España, la unidad religiosa no se produjo hasta el reinado de Recaredo, y el camino no fue fácil. La tranquilidad con que la iglesia se había ido consolidando e institucionalizando se vio interrumpida por la llegada de los invasores bárbaros, y se fueron alternando períodos de persecución y de paz semejantes a los vividos en otras partes de Europa tras la caída del imperio romano.

A pesar de las dificultades, la iglesia católica continuó con la tradición de celebrar periódicamente sínodos y concilios, tanto provinciales como generales o nacionales. Se conservan las actas de la mayor parte de ellos en la llamada Colección Canónica Hispana, texto fundamental para conocer de primera mano la producción legal, doctrinal y literaria de la época. La institución conciliar no era novedad española, obviamente, sino asimilación de la tradición eclesial, iniciada ya en época apostólica, que pretendía solucionar dificultades teológicas y organizativas a través de reuniones entre representantes autorizados de las diferentes sedes episcopales. Existieron desde siempre concilios, bien particulares, bien ecuménicos (Nicea, Éfeso, Constantinopla, Calcedonia, etc.). Tras el contenido teológico, por lo general refutar una herejía, se encontraba también una intencionalidad política: evitar que las diferencias teológicas entre facciones rivales se tradujeran en desórdenes de tipo social y político.

De entre todos los concilios o series de concilios que se celebraron en España durante los primeros siglos del cristianismo, destacan por su importancia los de Toledo. Por su rico contenido teológico, las cuestiones de disciplina eclesiástica debatidas, la importancia de las deliberaciones políticas, etcétera, constituyen una fuente indispensable para conocer no sólo la teología y la vida cristiana en España hasta la invasión árabe, también –a partir del tercero de ellos– la estrecha relación entre la monarquía y la iglesia.

Desde el punto de vista teológico, destaca el nivel doctrinal y cultural que muestran muchas de las intervenciones de los padres conciliares y de los cánones aprobados. En los concilios toledanos participaron algunos de los teólogos más importantes de la época, como Isidoro de Sevilla o el que seguramente fuera el más notable de todo el período visigodo, Julián de Toledo. Los símbolos de fe elaborados en cuatro de los celebrados en el siglo VII (los concilios IV, VI, XI y XVI) resaltan por el avance que supusieron en el arduo camino de lograr una formulación adecuada de la doctrina cristiana.

La importancia teológica de los concilios toledanos traspasó pronto las fronteras nacionales, lo que puso de relieve que el nivel doctrinal y cultural de la iglesia española era muy superior al de otras iglesias nacionales del Occidente cristiano. Hasta qué punto se tenía conciencia de poseer una teología ortodoxa bien elaborada, que no se dudó en defender los postulados españoles cuestionando incluso la integridad doctrinal de la propia sede apostólica romana, en términos que hoy seguramente asustarían a quienes acríticamente dan por buenos todos los documentos que llevan algún tipo de firma vaticana.

Si los dos primeros concilios de Toledo fueron convocados por voluntad divina, el resto de ellos, a partir –lógicamente– de la conversión al catolicismo del reino visigodo, fue convocado por deseo explícito o implícito del rey de turno. La alianza entre el trono y el altar fue realmente consistente y permitió la consolidación de la mayor entidad política europea del siglo VII. No se equivocaría demasiado quien afirmara que, en el período de mayor esplendor del reino visigodo, al monarca le correspondía el ejercicio del poder ejecutivo y a la iglesia el del legislativo, en gran parte formulado por los concilios de Toledo, cuyos cometidos, formas y finalidades –también la periodicidad, no siempre respetada– se institucionalizaron a partir del IV, celebrado en el año 633 y presidido por Isidoro de Sevilla. 
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