jueves, 28 de junio de 2012

El libro, una historia en curso


Imaginemos la historia de la comunicación escrita a modo de calendario. El 1 de enero correspondería al inicio de la escritura, en Sumeria; el códice aparecería en septiembre; Gutenberg, a finales de noviembre; internet, el 31 de diciembre a mediodía, y el libro electrónico, poco antes de dar las uvas. 

Es un modo fiel y sugerente de presentar esa historia, pero ya sabemos que la cronología no lo es todo. Afrontar la historia de la comunicación escrita no es tarea sencilla, pues intervienen muchos elementos que no necesariamente se suceden en el tiempo: autor, escritura, soporte físico, edición, distribución, difusión, lector.

Existen diferentes modos de elaborar una historia del libro. Podemos limitarnos al soporte físico y estudiar las tablillas de arcilla, los papiros, las hojas de palma, el pergamino, el papel o los circuitos internos de los dispositivos electrónicos. Podemos detenernos en la forma y analizar los rollos o los códices o las pantallas de los e-books. Podemos atender también a la escritura y a la caligrafía, bien manuscrita, bien impresa. Podemos, finalmente, estudiar el tipo de lector, el destinatario del complejo proceso de transmisión escrita de cualquier tipo de conocimiento.

El problema es cuando queremos hacer todo eso en poco más de doscientas páginas. Eso sí, magníficamente ilustradas.

El autor entiende por libro cualquier tipo de objeto material que sirva para transmitir conocimiento. Cabe de todo en una definición tan vaga, y es un punto de partida excelente para hablar de lo que queramos sin forzar el planteamiento: encuentran acomodo tanto los Rollos del Mar Muerto como una tarjeta de crédito, ya que ambos son realidades materiales y transmiten información; por no hablar del arte, que transmite múltiple información y que precede al origen mismo de la escritura –recuerdo sobre este particular una eterna discusión: el llamado arte rupestre, ¿es arte, es escritura, ambas cosas, ninguna?–.

Lo importante, en todo caso, es que el lector de esta obra que presento sepa que los conceptos sociedad de información y sociedad de comunicación, aunque de cuño moderno, existen desde hace milenios. A medida que avanza la técnica, como es lógico, se aceleran, se universalizan y perfeccionan, pero la transmisión escrita de ideas individuales y colectivas nace con el primer código de escritura.

Volviendo al libro, no obstante, hay que decir que el autor se defiende bastante bien y traza en modo oportuno el proceso de evolución desde las tablillas cuneiformes mesopotámicas al último modelo de libro electrónico. A veces se sale del guión, y es cuando deja aflorar algún que otro prejuicio ideológico y religioso.

La obra está dividida en cinco capítulos, que abarcan todo el arco temporal que he señalado anteriormente. Dependiendo de sus gustos, el lector podrá, por ejemplo, iniciar el viaje en Mesopotamia, saltar al Extremo Oriente, darse una vuelta por el Mediterráneo clásico, conocer lo que queda de la cultura escrita de la América precolombina, adentrarse en el problema de los derechos de autor y hacerse una idea de lo complejo que es el proceso de edición de una obra.

Lo más destacable de este libro es la parte dedicada a la presentación de los diferentes tipos de soporte material y todo aquello que técnicamente conllevan; digamos, el aspecto meramente físico. Se nos presentan muchos ejemplos de verdaderas obras de arte e ingenios tecnológicos, vamos descubriendo los sucesivos pasos que median entre la simple transmisión de ideas y el placer de aprender deleitando la vista, apreciando no sólo el contenido sino el continente. De las técnicas más rudimentarias al perfeccionamiento de la escritura, de la edición limitada propia de épocas tecnológicamente menos avanzadas a la difusión ingente e inmediata que proporciona internet...

El espacio dedicado a esos capítulos abarca la mayor parte de la obra. El resto se ocupa de aspectos estrechamente ligados a la historia del libro como tal pero que invaden otros campos de estudio. El estudio que se hace del lector, destinatario final de todo proceso de comunicación escrita, no satisface por completo, se deja llevar por muchos prejuicios y no parece haber recogido la riqueza que ofrecen otras obras, ya clásicas, que han tratado este asunto, como la Historia de la lectura en el mundo occidental. Tampoco acierta el autor, en mi opinión, en el examen que realiza del impacto social que necesariamente provoca la difusión del conocimiento. No creo que sea honesto descargar sobre una única comunidad religiosa, casualmente la católica, todas las culpas relativas a la censura, las prohibiciones y las persecuciones –parece que todavía hay quien piensa que la Ginebra de Calvino o el Londres de Enrique VIII tras su ruptura con Roma, por nombrar sólo dos ejemplos, fueron islas donde realmente se pudieron gustar en plenitud la libertad y el respeto a todo tipo de ideas y la tasa de alfabetización superaba incluso el 100%–.

Resulta muy interesante, en cambio, la exposición acerca de la propiedad intelectual. Más allá del debate actual, es curioso ver cómo surge la exigencia de tutelar los derechos del autor y del editor –los del lector parece que nunca han importado tanto–. Igualmente, es todo un placer, permítaseme la ironía, volver a recordar cómo la piratería no ha nacido con internet, cómo desde siempre ha habido polémica no ya acerca del derecho sobre la copia, sino sobre la propia idea; ya Cervantes la sufrió en sus carnes; recuerden cómo, en el capítulo 63 de la segunda parte, Don Quijote descubre en una imprenta de Barcelona nada menos que la falsa segunda parte de sus propias historias, escrita por un autor que no llega a identificar.

Háganse con éste u otro libro similar, abundan en el mercado, en todos encontrarán carencias o insuficiencias pero todos les ofrecerán la posibilidad de sentirse parte de esta larga historia del libro, que acompaña al hombre desde sus orígenes.


MARTYN LYONS: BOOKS, A LIVING HISTORY. Thames & Hudson (Londres), 2011, 224 páginas.
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miércoles, 13 de junio de 2012

El final del reino visigodo


Fray Luis de León, denunciando los deslices del último rey visigodo, se dejó llevar por la pasión que ha predominado en gran parte de la tradición historiográfica. Explicar un acontecimiento histórico, ya sea una guerra civil, una batalla o un reinado, con un par de frases ingeniosas convenientemente aderezadas ideológicamente es algo tan habitual como improcedente.

El problema a la hora de afrontar el final del dominio visigodo sobre la península ibérica es, como siempre, la escasez de fuentes y la dudosa veracidad de las mismas. Fray Luis se limitó a poner en verso una leyenda que comenzó a circular con éxito pocas décadas después de la llegada de los musulmanes.

La explicación tradicional parece querer zanjar el asunto de la desaparición del Estado visigodo asegurando que unos cuantos musulmanes cruzaron el Estrecho y, tras vencer a las tropas de un reino en descomposición en una sola batalla, se hicieron con el dominio de prácticamente toda la península. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas.

En primer lugar, en el año 711 el reino visigodo padecía la precariedad política que lo caracterizaba. Las luchas por el poder habían sido una constante durante toda su existencia. Las sucesiones pocas veces habían sido tranquilas y las sublevaciones estaban al orden del día. Nunca se encontró la medicina adecuada para frenar la enfermedad de los godos, feliz expresión de Fredegario, cronista galo del siglo VII, para referirse a la excesiva frecuencia con que los reyes visigodos eran eliminados. Podemos, por tanto, otorgar parte de la culpa a la debilidad política visigoda, si bien no fue un factor determinante.

La España de aquella época no carecía de relevancia internacional. ¿Cómo explicar, si no, la representación del último rey, Rodrigo, en los frescos del castillo jordano de Qusayr Amra? Ningún califa se habría enorgullecido por haber vencido al rey de un pequeño o insignificante Estado. Allí lo encontramos, sin embargo, acompañado de otras grandes personalidades de la época, como el emperador bizantino, el negus etíope, el rey de los sasánidas, el gran khan y el emperador de China. No todos corrieron la misma suerte de Rodrigo, pero sí podríamos concluir que, en el imaginario del emir que ordenó la construcción de aquel pequeño palacio una década después de la invasión musulmana, el reino visigodo era considerado, cuando menos, una potencia mundial.

Este hecho, por tanto, nos hace prestar atención a otro factor determinante y que en ocasiones se ha dejado de lado: la expansión árabe. En relativamente poco tiempo, un movimiento religioso que se había circunscrito a la península arábiga se extendió por todo Oriente Medio y el norte de África, hasta llegar al Atlántico. Sus conquistas se irían afianzando poco a poco. Al inicio, al menos en su expansión hacia el oeste, fue apropiándose de pocas y pequeñas zonas estratégicas, desde donde poder apoyar campañas militares. Fijó su objetivo en la península ibérica sólo cuando llegó al extremo occidental de África. La campaña de 711 no fue la primera acción militar que llevó a cabo contra el reino visigodo, pero sí la más organizada: anteriormente había lanzado otros ataques, pero más a modo de incursión, con el fin de hacer botín.

Al llegar en aquella ocasión a la península, aun siendo inferiores militarmente, los invasores se encontraron con un enemigo desorganizado, más acostumbrado a luchar contra enemigos internos que contra amenazas externas. Los propios límites del reino visigodo, circunscritos a la península, a excepción de una pequeña parte de la antigua Narbonense, hicieron prestar menor atención a un eventual ataque exterior de envergadura (el caso de la presencia bizantina en algunas partes del territorio peninsular durante todo el período visigodo no supuso nunca una amenaza real para la integridad del reino).

Otro punto débil del reino era la conexión entre la casta dirigente, casi en su totalidad visigoda, y la sociedad, mayoritariamente de tradición hispano-romana. Los dos siglos largos de gobierno visigodo no lograron superar del todo esa dicotomía, y el pueblo en momentos de convulsión sólo reacciona y se muestra fiel cuando encuentra alguien con la autoridad y el prestigio suficientes para dirigirlo. Quizás la Iglesia, que al igual que la mayoría del pueblo era de origen hispano-romano, hubiera podido ejercer esa labor de unificación, o cuando menos de afianzamiento de la identidad nacional, pero llevaba décadas intentándolo y fracasando continuamente, ante la genética terquedad visigoda.

Por tanto, la mayor virtud árabe fue el saber aprovechar la ocasión sirviéndose de las debilidades del enemigo. Cualquier otro invasor, seguramente, habría obtenido el mismo éxito.

El reino visigodo desaparecía en pocos meses, víctima de una nueva potencia que permanecería demasiados siglos en España. Suele hacerse balance de aquel período y sacar conclusiones que puedan explicar el desarrollo de la historia posterior. Hay quienes creen encontrar en aquellos siglos la cuna de la actual España. Otros, por el contrario, no creen que la aportación visigoda a la historia general de España sea de envergadura. La polémica, en todo caso, está siempre servida porque se trata más de ideología que de Historia.

Conviene tener presente, al final de esta panorámica sobre el período visigodo, dos aspectos que son fundamentales y sobre los que el amable lector podrá reflexionar para darles el valor adecuado.

En primer lugar, de todos los territorios conquistados por los árabes, la península ibérica fue el único que logró desembarazarse de ellos. Costó mucho tiempo y esfuerzo, todo el período medieval, pero quedó demostrado que el islam no pudo anular la identidad hispano-romana y cristiana de la mayoría de la población. En segundo lugar, pero estrechamente unido a lo anterior: la nueva nación que se fue formando no sólo según avanzaba la Reconquista sino en cierta medida también antes, inmediatamente después de la desaparición del imperio romano de Occidente, nunca cambió de nombre. La Galia romana se convertiría con el tiempo en la franca Francia; Hispania, por el contrario, pasó a ser directamente España, no Gotia. Sea por la brevedad de su dominio, sea porque nunca lograron una plena integración, lo cierto es que los visigodos dejaron una huella poco profunda, que sería magnificada más tarde por la necesidad política de fijar el origen de la nación española.

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lunes, 11 de junio de 2012

Nuevas tecnologías y literatura cristiana antigua




Las nuevas tecnologías han puesto a disposición de todos muchas obras que hasta hace poco sólo estaban al alcance de quienes iban a bibliotecas especializadas.

Os dejo una serie de recursos que pueden resultar útiles para vuestras lecturas, investigaciones o simplemente para saciar vuestra curiosidad. Hay muchos más, lógicamente, pero para un primer acercamiento creo que son suficientes por ahora.

He revisado los enlaces hoy mismo, 11 de junio de 2012, pero ya sabéis que esto de Internet cambia con frecuencia.


1. CATÁLOGOS DE BIBLIOTECAS Y BIBLIOTECAS DIGITALES






2. BASES DE DATOS


2.1. Textuales









Patrologia Latina (requiere subscripción)

Patrologia Græca (requiere subscripción)

Scirus



2.2. Por autores

Tertuliano. Contiene también obras de otros autores.




Éstos y otros recursos, con una actualización relativamente constante, se pueden también encontrar en la página web de la Biblioteca Augustinianum.

¡Buena lectura!