sábado, 7 de abril de 2012

Pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret


Las noticias que nos ofrecen los Evangelios acerca de los últimos acontecimientos de la vida de Jesús distan mucho de ser una crónica histórica. La finalidad de los autores sagrados no fue transcribir unas actas, sino transmitir fielmente el contenido del mensaje de su Maestro.

El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la divina revelación, Dei Verbum, lo explica con claridad: "Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación" (n. 11). Las tres últimas palabras nos dan la clave; no podremos pretender buscar en la Escritura otro tipo de verdad, ya sea histórica o científica, que supere esos límites, los que afectan a nuestra salvación.

De esto no se deduce que no podamos indagar en ella para averiguar qué es lo realmente sucedió en tal o cual momento de la vida de Jesús; al contrario, deberemos estudiar con atención el texto, el vocabulario, el género literario empleado, el marco histórico del propio texto y del hecho a que se refiera, pero no para intentar demostrar científicamente nada, sino para saber lo que realmente Dios ha querido revelar a quienes creen en Él. Dicho lo cual, se debe subrayar que la Escritura no carece de una base histórica; al contrario: es en la misma Historia en la que se desarrolla el diálogo entre Dios y los hombres.

Estos días de la Semana Santa pueden considerarse desde dos puntos de vista, cuando menos. Para recordar una serie de acontecimientos históricos: la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, o –si se es cristiano– para actualizar las bases de la fe. Como quiera que sea, un acercamiento serio al origen de estas celebraciones suscita una serie de interrogantes que es necesario afrontar.

Comenzando por el final –que en este caso constituye la base de todo lo demás–, alguien podrá objetar, con razón, que la Resurrección no es un acontecimiento histórico sino un concepto religioso o teológico. Si consideramos que histórico es todo aquello que acontece dentro de las categorías limitadas del tiempo y el espacio, efectivamente la Resurrección, aunque real para quien crea en ella, no debe ser objeto de estudio por parte de la Historia, puesto que la supera; sin embargo, si consideramos los efectos que tal creencia ha producido en la vida de tantos millones de personas a lo largo del tiempo, quizás sí merezca la pena detenerse a pensar sobre la forma en que esta categoría religiosa ha transformado radicalmente la Historia.

Por lo que respecta a la pasión y muerte de Jesús, no deberían suscitarse dudas acerca de su historicidad –Jesús no fue el primer profeta perseguido, y no sería el último–. El problema estaría más bien en cómo interpretar las fuentes. Así, por ejemplo, si nos detenemos a estudiar los motivos que condujeron a la detención y condena de Jesús, nos encontraremos con relatos y explicaciones diferentes en cada uno de los cuatro evangelistas. ¿Quiere decir esto que debemos desechar los textos sagrados como fuente principal de información? Absolutamente, no. La información que nos ofrece el Nuevo Testamento refleja el contenido de las creencias de las primeras comunidades cristianas. El objetivo de sus autores era proclamar la fe en Cristo, transmitir lo que habían recibido de quienes habían vivido junto a Jesús. El primer anuncio del Evangelio (buena noticia) no consistió en una semblanza de la vida y hechos de Cristo, sino en algo mucho más conciso pero más importante para la vida de los primeros cristianos: el contenido esencial de la fe que profesaban. Encontramos por primera vez esa antiquísima y concisa fórmula de la historia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús en la primera carta de San Pablo a los corintios (15, 3-5):

Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los doce.

A los cristianos les interesó, desde el principio, resaltar el verdadero objetivo de la misión de Jesús de Nazaret: la salvación de los hombres. Salvación como sinónimo de liberación. Solamente quien vive alejado del pecado, concepto que va más allá de la transgresión de una serie de principios morales, es verdaderamente libre, pues retorna a la plenitud de su humanidad, creada a imagen y semejanza de Dios. Salvación que, según la Escritura, se logra a través de la muerte y resurrección de Cristo y es universal y gratuita. Don de un Dios que se hizo hombre para mostrar a los hombres el camino de retorno a Dios, el proceso de divinización que conduce a la libertad y plenitud genuinas.

La Escritura no presta demasiada atención a los datos cronológicos o judiciales. No debemos olvidar que los Evangelios se escriben pocas décadas después de la muerte de Jesús –la mayor parte de los estudiosos considera que el más antiguo, el de Marcos, fue compuesto alrededor del año 70–. El recuerdo de Cristo es todavía reciente y, por tanto, en unos escritos que reflejan una predicación oral previa, no se ve necesario descender a detalles que ciertamente podrían haber satisfecho la curiosidad de algunos, pero que no habrían transmitido la fuerza genuina que encerraba la verdadera misión de Cristo. Es interesante ver cómo las primeras comunidades cristianas rechazan numerosos escritos ricos en detalles sobre la vida de Jesús –los denominados apócrifos, entre los que hay no sólo evangelios, también hechos de los apóstoles, epístolas y apocalipsis–, no porque falseen la realidad, sino porque tergiversan el contenido esencial de Su mensaje.

El primer relato de la pasión, muerte y resurrección de Cristo nos lo ofrece Marcos, que a su vez constituye la base de las narraciones de Mateo y Lucas; Juan pertenece a otra tradición y sigue su propio itinerario, alternativo e independiente, sin que por ello transforme el contenido de fe, que comparte con el resto de los autores; San Pablo, como señalamos anteriormente, que escribe su primera epístola a la iglesia de Corinto con anterioridad a todos ellos, entre los años 54-57, se limita a presentar el núcleo de la predicación sin desarrollar la trama de los hechos. Pero, volviendo a Marcos, los hechos se habrían desarrollado según la siguiente cronología.

La entrada en Jerusalén se produjo el primer día de la semana. El cálculo viene proporcionado por las noticias que se ofrecen en Mc 11, 12 y 11, 20 acerca del episodio de la maldición de la higuera y de las disputas de Jesús con algunos fariseos y saduceos sobre diversas cuestiones, que sucedieron el lunes y el martes.

El miércoles, dos días antes de la fiesta de Pascua y de los panes ázimos, las autoridades judías, según Mc 14, 1, decidieron quitarse de en medio a Jesús. Ese mismo día se produce la unción en Betania (Mc 14, 3-9 y paralelos; Jn 12, 1-8).

La Crucifixión tuvo lugar un viernes, pues el día después de la muerte de Jesús fue sábado (Mc 15, 42 y paralelos; Jn 19, 31). La tarde anterior, es decir, entre el jueves y el viernes –recuérdese que el día hebreo comienza tras la puesta del sol– se celebró la Última Cena, tras la cual Jesús se trasladó a orar al huerto de los olivos. Allí fue arrestado y conducido posteriormente ante el Sanedrín, que al amanecer lo entregaría a la autoridad romana que formalmente lo condenó a muerte.

Vista así, la narración se presenta más o menos ordenada y coherente. Sin embargo una lectura atenta de los textos de la Pasión presenta al lector más dudas que soluciones en lo relativo a la historicidad. De ahí la importancia de saber leer la Escritura. Para evitar interpretaciones erróneas o juicios temerarios es necesario conocer, entre otras cosas, el ambiente en que se escribió el Nuevo Testamento, el judaísmo anterior y posterior a la caída de Jerusalén del año 70, las tensiones entre la iglesia naciente y la sinagoga, la legislación romana y su particular aplicación en las diferentes partes del Imperio, el uso que del Antiguo Testamento hacían tanto judíos como cristianos y un largo etcétera, que se atañe a la filología, la historia, la filosofía, la arqueología, etc.

La actualización de la Pasión, por tanto, trasciende lo meramente histórico, aun sin obviarlo, y se centra en el acontecimiento unitario y salvífico sobre el cual se fundamenta la fe cristiana: la muerte y resurrección de Cristo.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital

jueves, 5 de abril de 2012

A Diogneto



El año pasado me pidieron una colaboración en Radio Vaticana sobre la cuestión vocacional. Se trataba de presentar el escrito "A Diogneto".


(El texto está en italiano, pero ya sabéis no es más que un español mal hablado)




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Orizzonti cristiani

Radioquaresima 2011

“Che cosa vuoi da me?”
Alla scoperta della chiamata che cambia la vita


II. Tradizione e magistero.

14. A Diogneto.

Il breve scritto che prendiamo in considerazione costituisce una delle opere più interessanti e belle della letteratura cristiana antica. Considerata tradizionalmente parte del corpus dei Padri Apostolici, negli ultimi decenni si preferisce inquadrarla nel gruppo degli scritti apologetici in lingua greca. Niente si sa con certezza sull’autore, la data e il luogo di composizione. Le ipotesi sono tante, ma nessuna è abbastanza convincente. Esiste una maggiore unanimità riguardo al genere letterario. Spesso considerata una lettera o epistola, si tratta in realtà di un’apologia o meglio uno scritto protrettico o esortazione. Infine ricordiamo che l’opera è stata tramandata da un solo manoscritto il che spiega che abbia avuto una fortuna scarsa nella tradizione cristiana fino alla scoperta del testo nella metà del Quattrocento[1].

La struttura dell’A Diogneto è abbastanza semplice. Nell’introduzione presenta i temi sui quali si tratterrà posteriormente. L’intenzione dell’autore è rispondere alle domande di Diogneto, un pagano che vuole conoscere meglio la religione dei cristiani: “in quale Dio confidino e quale culto gli rendano, per essere portati tutti indistintamente a disdegnare il mondo, a disprezzare la morte e a non far conto, da una parte, degli dèi riconosciuti dai greci, né, dall’altra, osservare la superstizione dei giudei. Ancora ti chiedi di qual genere sia l’amore che hanno gli uni per gli altri, e perché mai questa nuova stirpe o pratica di vita abbia preso a esistere ora e non prima” (I, 1).

La critica al paganesimo occupa il secondo capitolo. Critica che nasce dalla necessità di superare le antiche superstizioni in modo di diventare un uomo nuovo. Il tema della nuova nascita ricorre diverse volte nello scritto (cf. XI, 2; XI, 4; XII, particolarmente XI, 4.6.). È un invito alla conversione, al cambiamento radicale di modo di vita: “Su, dunque, purificati da tutti i pregiudizi che t’imprigionano lo spirito, spogliati dell’abitudine acquisita che trae a inganno, diventa un uomo nuovo, quasi appena nato, così come nuovo (tu stesso l’hai riconosciuto) è il linguaggio che ti appresti ad ascoltare, e osserva –non solo con gli occhi ma anche con l’intelligenza–   quale sia la sostanza o quale la forma di quelli che continuate a chiamare e a ritenere dèi” (II, 1). Per quanto riguarda il giudaismo, capitoli III e IV, la critica è indirizzata al culto reso al unico vero Dio. Culto simile a quello pagano che diventa alla fine superstizione.

Dal capitolo quinto inizia il vero discorso sul modo di essere e di vivere dei cristiani. Lo stile impiegato fa di questo capitolo uno dei testi più belli della letteratura patristica. Le descrizioni sono semplici, chiare, senza la necessità di ulteriori spiegazioni, l’impiego delle contrapposizioni dona al testo un ritmo e una bellezza straordinari. Presenta i cristiani come persone assolutamente normali, integrate nella società ma radicalmente diverse dal resto dei cittadini: “Abitano ciascuno la sua patria, ma come stranieri residenti; a tutto partecipano attivamente come cittadini, e a tutto assistono passivamente come stranieri; ogni terra straniera è per loro patria, e ogni patria terra straniera. Si sposano come tutti e generano figli, ma non abbandonano la loro prole. Mettono in comune la mensa, ma non il letto. Si trovano nella carne, ma non vivono secondo la carne. Passano la vita sulla terra, ma sono cittadini del cielo. Obbediscono alle leggi stabilite, eppure con la loro vita superano le leggi” (V, 5-10). L’autore, come vediamo, presenta tutto un modello di vita cristiano che rispecchia le parole di Gesù nel vangelo di Giovanni, “Se foste del mondo, il mondo amerebbe ciò che è suo, poiché invece non siete del mondo, ma io vi ho scelti dal mondo, per questo il mondo vi odia” (Gv 15, 18). Infatti subito dopo l’autore dell’A Diogneto presenta le difficoltà che trovano i cristiani in questo mondo: “Amano tutti, eppure da tutti sono perseguitati. Non sono conosciuti, eppure sono condannati; sono messi a morte, eppure ricevono la vita. Sono poveri, eppure rendono ricchi molti; sono privi di tutto, eppure abbondano in tutto. Sono disprezzati, eppure nel disprezzo sono glorificati; sono calunniati, eppure sono giustificati. Insultati, obbediscono; offesi, rendono onore. Fanno il bene, e sono castigati come malfattori; castigati, si rallegrano come se ricevessero la vita. Dai giudei sono combattuti come stranieri, e dai greci sono perseguitati; e quanti li odiano non sanno dire la ragione della loro ostilità” (V, 11-17).

A continuazione si ferma sullo stesso argomento ma presentando un parallelismo molto eloquente: “ciò che l’anima è nel corpo, i cristiani lo sono nel mondo” (VI, 1). Nasce quindi un discorso sul modo di comportarsi dei cristiani nella società; ne fanno parte, ma in modo diverso al resto dei cittadini. È importante notare a questo punto che il soggetto del discorso sono i cristiani come individui e collettività e non il cristianesimo come dottrina. L’autore, senz’altro, vuole mostrare che il cristianesimo e soprattutto uno stile di vita. C’è anche, ovviamente, una parte dottrinale, sulla quale si fermerà subito dopo, ma certamente non è quella che interessa di più a uno che, come Diogneto, vuole conoscere e convertirsi al cristianesimo. Il Vaticano II (LG 38) cita il nostro testo quando parla dei fedeli laici e il loro modo di agire nel mondo[2].

Nel capitolo successivo ci rivela il vero contenuto della nuova religione: non è un’invenzione terrena, né un’idea mortale, né un’amministrazione di misteri umani, ma lo stesso Dio che si è fatto uomo (cf. VII, 1)[3]. Qui trovano i cristiani la loro forza, non in una mera dottrina, ma nella presenza di Dio nella loro vita, un Dio che scende per avvicinare gli uomini a lui e offrire loro la salvezza. La missione di Gesù Cristo è chiara, il Padre “l’ha inviato per chiamare, non per accusare; l’ha inviato per amare, non per giudicare” (VII, 5).

Critica infine, nel capitolo ottavo, l’insufficienza della filosofia pagana, propria di ciarlatani che non sono riusciti a sgranare il mistero di Dio, accessibile solo per mezzo della fede. Dono, la fede, nel quale l’elemento intellettuale si lega a quello etico.

Risponde quindi a una delle domande enunciate nell’introduzione, perché il cristianesimo si è manifestato nel mondo in questo momento e non prima. L’apparente ritardo dell’intervento di Dio nella storia, tema collegato intimamente a quello escatologico, non è altro che una dimostrazione della sua bontà e del suo rispetto per gli uomini. Quando l’uomo ha conosciuto la sua incapacità a conseguire il bene e la vita (cf. IX, 6), Dio ha mandato il proprio Figlio per la sua salvezza.

I due ultimi capitoli, infine, mostrano da una parte l’itinerario che deve seguire ogni persona che desidera questa fede: conoscenza, amore e imitazione di Dio (cf. X); dall’altra, la missione del cristiano che deve trasmettere quello che ha ricevuto e metterlo a disposizione di quelli che vogliono diventare discepoli della verità per ottenere la salvezza (cf. XI).




[1] Per un approfondimento maggiore, A Diognète, introduction, édition critique, traduction et commentaire de Henri Irénée Marrou, Paris, 1951; A Diogneto, introduzione, traduzione e note di Enrico Norelli. Milano, 1991.
[2] Analoga citazione la si trova nel decreto Ad Gentes (AG 15), anche se il testo usato non è fedele all’originale (cf. Norelli, p. 13, n. 5).
[3] Pure qui il Vaticano II cita l’A Diogneto nella Costituzione dogmatica sulla divina Rivelazione (DV 4), in un contesto più teologico.

miércoles, 4 de abril de 2012

El arrianismo


Los pueblos bárbaros que entraron en la península ibérica a partir de los primeros años del siglo V no sólo contribuyeron a la forja de una nueva forma de organización política, con la creación de nuevos Estados, sino que desagarraron la unidad religiosa de la que hasta entonces había gozado el territorio. El arrianismo de suevos, vándalos, alanos y visigodos se vino a enfrentar a la ortodoxia católica predominante entre los hispano-romanos.

La unidad de la Iglesia, en lo doctrinal como en lo organizativo, ha sido desde los inicios del cristianismo más un deseo que una realidad. No se ha logrado aún satisfacer aquella petición que Cristo dirige al Padre en el Evangelio de San Juan: "Que todos sean uno" (Jn 17, 21). Cristo se refería explícitamente a la unión entre Dios y sus hijos e implícitamente, como recoge la tradición de las diferentes comunidades cristianas, a la unión de esos hijos entre sí. Si los autores sagrados hacen hincapié en la cuestión de la unidad, como vemos reflejado de una manera u otra en todos los libros del Nuevo Testamento, es porque ya en las primeras comunidades cristianas surgieron diferencias de mayor o menor calado. Esta tradición polémica y divisiva no es, por tanto, un fenómeno de épocas recientes -reforma protestante–, tampoco del Medievo –cisma de Oriente–.

Las controversias doctrinales no surgen espontáneamente; se deben, por lo general, a una serie de factores que, unidos, acaban por desatar crisis que afectan en mayor o menor medida al dogma y a la convivencia eclesial. Suele haber un sustrato filosófico que ofrece las categorías metodológicas y de pensamiento necesarias para la elaboración de nuevas doctrinas. Por lo demás, el contexto histórico, político, social suele ejercer una gran influencia, y su análisis nos permite comprender que en la mayoría de los casos las disputas son no sólo intelectuales sino políticas. Igualmente, es norma que surja un personaje que se erija como líder y como centro de la discusión.

Así ocurrió también con la crisis desatada por el arrianismo.

Alrededor del año 320, un sacerdote de Alejandría llamado Arrio comenzó a difundir una serie de ideas sobre Cristo que suscitaron fuerte polémica. Seguro de su doctrina u obcecado en su error, según se mire, no se retractó siquiera cuando fue acusado ante su obispo, Alejandro. Se le inició un proceso, se le condenó y se le apartó del ministerio. Encontró, no obstante, apoyo entre algunos obispos orientales, de manera que la polémica no sólo no se apagó sino que cobró fuerza y acabó desbordando los límites de la iglesia alejandrina.

Arrio afrontó, como muchos otros teólogos de su época, uno de los temas fundamentales del cristianismo: quién es realmente Jesucristo.

Para lograr una respuesta satisfactoria no cabe otra posibilidad que la de servirse de los datos que ofrece la Sagrada Escritura y de las categorías filosóficas que permiten el desarrollo de un discurso coherente y ordenado. Los primeros siglos del cristianismo coincidieron con el auge de la filosofía neoplatónica, uno de cuyos máximos representantes fue Plotino. Esta filosofía permitía explicar el misterio de la Trinidad de una manera sorprendentemente fácil, aunque no exenta de problemas.

Basándose en el esquema de Plotino sobre las hipóstasis (el Uno, el Intelecto y el Alma), Arrio consideró que esas mismas hipóstasis, o realidades individuales subsistentes, se podían aplicar respectivamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El problema surge cuando vemos que las hipóstasis a las que se refieren los neoplatónicos se distinguen entre sí, participan de una misma naturaleza pero mantienen relaciones de subordinación. En fin, vayamos a la conclusión: el Hijo y el Espíritu Santo no son sino emanaciones o productos del Padre que no pueden ser comparados con Él y que carecen de Su naturaleza.

Dicho así, el discurso es lógico y coherente, pero encierra un peligro grave que vacía de contenido la propia encarnación de Cristo y por tanto su misión redentora.

Por lo que se refiere al dato de la Escritura, Arrio ve confirmado su esquema en el pasaje del libro de los Proverbios (8, 22) que se refiere a la Sabiduría: "El Señor me creó al principio de sus tareas, antes de sus obras más antiguas". Cristo, considerado como la Sabiduría de la que habla el Antiguo Testamento, es una criatura de Dios, la primera de todas pero criatura al fin y al cabo, que serviría como intermediario entre Dios y el resto de la creación.

Un análisis detenido de estas bases argumentales nos lleva a resumir de esta manera las posiciones defendidas por Arrio: hubo un tiempo en que el Hijo no existió, por tanto Dios fue siempre Dios pero no siempre fue Padre; el Hijo no pertenece a la esencia del Padre sino que es creado y producido; el Hijo es Dios por participación y no por esencia.

La polémica no tardó en convertirse en motivo de disputas entre diferentes sedes episcopales, justo cuando el cristianismo había conseguido finalmente dejar de ser perseguido. El emperador Constantino decidió actuar para poner fin a las disputas teológicas, no porque estuviera especialmente interesado en la materia, ya que de teología sabía bien poco, sino porque podrían suponer a la larga un motivo de desestabilización social. Con razón.

Se convocó, por tanto, un sínodo episcopal para aclarar los términos de la disputa, el llamado Concilio de Nicea, en el año 325. Allí se definió que el Hijo fue engendrado por el Padre, que procede de la esencia de Éste y que por tanto es Dios como Él. Y se empleó un término que en un primer momento apaciguó los ánimos pero que sería motivo de posteriores disputas: homooúsios (de la misma esencia-sustancia-naturaleza).

Llegados a este punto, alguien podría preguntarse en qué manera afectaban estas afirmaciones a la doctrina y por qué se desató semejante polémica. La respuesta viene en clave redentora, eje fundamental de la teología cristiana: la salvación se produce a través de Cristo, y son la consustancialidad con el Padre y Su participación en nuestra humanidad lo que fundamenta Su potencia redentora. Si Cristo no fuera plenamente hombre y plenamente Dios, no podría llevar a cabo la salvación, puesto que sólo se salva lo que se asume (la humanidad) y sólo puede salvar quien tenga potestad para ello (la divinidad).

El arrianismo no se extinguió tras el Concilio de Nicea. Éste fue solamente un paso en el largo camino de explicación del dogma cristológico y trinitario. Los partidarios de Arrio no aceptaron por completo las determinaciones conciliares y siguieron defendiendo sus postulados, acentuando más o menos alguno de sus puntos más controvertidos. La partición del Imperio en dos a la muerte de Constantino, pensada en un primer momento como instrumento para una mejor gobernabilidad, no ayudó a crear el clima necesario para la unión política, cultural y religiosa.

Las tesis arrianas se difundieron de modo especial en la parte oriental del Imperio. Fue allí donde los pueblos bárbaros tomaron el primer contacto con el cristianismo, a través de misioneros bizantinos arrianos. La posterior migración bárbara hacia el oeste haría subsistir una herejía eminentemente oriental en los nuevos reinos constituidos tras la caída del Imperio occidental. Sólo más tarde, una vez asentados definitivamente en tierras que eran de tradición católica, abandonarían sus creencias heterodoxas.
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