El caos generalizado en el que se
encontraba sumido el Imperio romano a principios del siglo V era patente en
todas sus provincias. Las luchas internas –más peligrosas que las amenazas
externas–, la grave crisis económica, la decadencia moral y el agotamiento de
los ideales que hicieron posible su expansión ofrecían un panorama nada
esperanzador.
En el imaginario popular se ha instalado
la idea errónea de que el Imperio romano occidental se derrumbó a causa de las
invasiones bárbaras. Es cierto que tras la caída de Roma se constituyeron
diferentes reinos dominados por pueblos de origen bárbaro, aunque a ello se
debe añadir que la llegada de éstos a Occidente no se debió a una oleada de
invasiones propiamente dichas: fue más bien un ingreso más o menos atropellado
y generalmente tutelado por el mismo Imperio. Roma se sirvió con frecuencia de
los bárbaros como complemento necesario de su cada vez más precario ejército,
que dedicaba la mayor parte del tiempo a resolver enfrentamientos internos y no
prestaba la debida atención a la defensa de las antiguas fronteras.
También se sigue ese esquema en el caso
de Hispania, o mejor, para ser fieles a la terminología del momento, la
Diocesis Hispaniarum –ya desde el Bajo Imperio se presenta en plural el concepto
de lo hispano, bien es cierto que aún no como distintivo idiosincrásico–. Se
dirige primero una invitación a vándalos, alanos y suevos para que entren. Y no
sólo entran, sino que se instalan... y únicamente saldrán de España, pasados
algunos decenios, o bien para conquistar tierras del norte de África o bien por
presiones de un pueblo más fuerte y mejor organizado, el visigodo, que tras su
segundo ingreso en la península permanecerá en ella hasta la llegada del islam.
En los primeros años del siglo V
encontramos a uno de tantos usurpadores que surgieron durante esta época,
Constantino III. Había sido general romano de Britania y se hizo proclamar
emperador desafiando a Honorio, a quien legítimamente correspondía el título,
ya que heredó los derechos para gobernar la parte occidental del Imperio tras
la muerte de su padre, Teodosio. Constantino III se hizo enseguida con el mando
de gran parte de Galia y de Hispania. Aquí nadie se opuso a él, excepto los
parientes de Teodosio. Pretendieron hacer frente al usurpador, pero a la
desunión que padecían se añadió su carencia de un mando militar serio, por lo
que fueron derrotados tras una serie de enfrentamientos con el ejército leal a
Constantino III, comandado por uno de sus generales de confianza, Geroncio.
La presencia bárbara en Hispania se
inició justamente a raíz de las consecuencias derivadas de esta enésima guerra
interna entre diferentes facciones imperiales. Constantino III había enviado a
Hispania para luchar contra los teodosianos a su hijo Constante y al ya
mencionado Geroncio, que a pesar del éxito conseguido cometió dos errores
importantes, que provocaron el descontento entre los hispanos: por una parte,
saqueó indiscriminadamente algunas zonas conquistadas, en particular la región
correspondiente a la actual Palencia; por otra, encargó la defensa de los
Pirineos occidentales a sus tropas, rompiendo así la tradición de confiarla a
las tropas locales. A estos dos errores se añade otro hecho cuyas consecuencias
serán decisivas para el futuro de la península ibérica. Geroncio, confiado en
el prestigio alcanzado tras los éxitos militares, se subleva contra su
emperador, Constantino III, lo que dio inicio a una segunda confrontación
civil.
Geroncio ideó toda una serie de planes
para asegurarse la victoria. En primer lugar, con el fin de fortalecer su
ejército, realizó un pacto con los bárbaros que se habían instalado en el sur
de la provincia de Aquitania, en concreto vándalos, suevos y alanos,
concediéndoles el paso a la península para que le ayudaran en la lucha contra
Constantino III. Una vez en Hispania, siempre por medio de pactos, les permitió
la libre circulación y el asentamiento en las zonas dominadas por Geroncio. El
plan incluía como tercer paso el nombramiento de Máximo, uno de sus fieles,
como augusto de la diócesis.
Los planes fueron desarrollándose según
lo previsto, pero la ambición pudo con Geroncio. Una vez aseguró sus posiciones
en la península –bien es cierto que en modo algo precario–, se dirigió hacia el
sur de Galia para finiquitar a quien había sido su protector, Constantino III.
Tras eliminar no sólo a importantes oficiales de éste sino incluso a su propio
hijo, Constante, con el que años atrás había acometido la conquista de
Hispania, Geroncio puso sitio a la ciudad de Arles, donde se encontraba
Constantino III. Justo en aquel momento entró en escena, finalmente, Honorio.
La indolencia que había mostrado en los años anteriores dejó paso a una firme
voluntad de retomar el control sobre los territorios que se le habían ido de las
manos, especialmente el sur de las Galias. Hablo de indolencia pero quizá quepa
matizar y aludir también a auténtica impotencia, por los graves problemas que
había tenido que afrontar en Italia.
Paradójicamente, con el fin de lograr el
triple objetivo de eliminar a Constantino III, Geroncio y Máximo, Honorio
solicitó la ayuda de quienes poco antes habían arrasado Roma: los visigodos,
que a la sazón se hallaban decidiendo qué rumbo tomar tras la muerte de su
primer gran rey, Alarico.
No fue la primera ni la última vez en la
que un emperador legítimo se sirvió de fuerzas bárbaras para asegurar su
gobierno. La estrategia de Honorio funcionó a la perfección. Geroncio levantó
el sitio de Arles y regresó huyendo a Hispania, donde, traicionado a su vez por
los suyos, se suicidó. Constantino III no logró los refuerzos necesarios para
mantenerse y terminó cayendo primero prisionero y después víctima de
Constancio, hombre fuerte del Imperio en aquel momento y en quien Honorio había
delegado la campaña gala. Por su parte, Máximo, en el fondo no más que un
títere en manos de Geroncio, fue derrotado poco después en Hispania en una
campaña militar alentada por Honorio y ejecutada también por los visigodos.
El poder legítimo de Roma volvía a
imponerse en la península, pero sólo en una mínima parte, la franja costera de
la Tarraconense y las zonas del curso medio y bajo del Ebro. El resto del
territorio estaba ya en manos de aquellos bárbaros a los que otros romanos,
usurpadores, que se lo habían servido en bandeja. Los visigodos, tras esta
primera incursión en Hispania, regresaron al sur de la Galia. Volverían pocos
años después para instalarse definitivamente.
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Publicado en el Suplemento Historia de Libertad Digital
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